martes, 25 de diciembre de 2007

EL VOLGA

Viví dos semanas en un enorme apartamento de la Plaza Lenin, frente a viejos y destartalados edificios burocráticos. Era consciente de que estaba gozando de unas comodidades que no eran comunes para la mayoría de los ciudadanos moscovitas. Bastaba con sentir la tibieza de la calefacción en aquel mes de julio, frío aún para los parámetros rusos. A la llegada al aeropuerto nos esperaba una delegación de bienvenida en representación del Instituto bilingüe Rosalía de Castro. Las instalaciones, como más tarde veríamos, eran parte de esa ostentación soviética y un amor por el mármol que luego veríamos refrendado en el metro de Moscú. Viajar por ese entramado de estatuas y música clásica, con vagones de madera noble, era un placer que contrastaba con la visión de pedigüeños alcoholizados y olvidados por un Estado en bancarrota y en absoluto derrumbe moral. Cogimos un barco en el muelle central de la ciudad y nos hicimos al río entre vítores y música de Chaikovsky. La travesía nos iba a llevar desde Moscú hasta Leningrado,frente al lago Ladoga, pasando por Iaroslav, una antigua ciudad nuclearizada, un búnker de la guerra fría. En el camino disfrutamos de un cuarteto de violines que desgranaba noche a noche trozos selectos de música romántica rusa, de un champán local de improbable recuerdo y unos almuerzos con blines de caviar y vodka que nos hacían imaginar el lujo de tiempos lejanos y no sé si mejores. Recuerdo que el barco se detenía cada cierto tiempo en decenas de esclusas que nos detenían durante horas, restos del sueño staliniano de unir Moscú con el mar; en esas paradas, aprovechaban los pasajeros para dar paseos por bosques centenarios, coger setas que luego se cocinaban a bordo o simplemente asistir a clases de matemáticas o música dictadas por viejas glorias locales o por profesores funcionarios del régimen. Las noches las pasábamos en cubierta,charlando con otros viajeros que se iban incorporando al barco, o cenando en el restaurante de popa, con maravillosas vistas al gran mar interior que es el Volga en muchas partes de su recorrido. Al final nos esperaba Leningrado, San Petesburgo, cuando recuperó su nombre, la Venecia del norte, llena de humedad y una luz mortecina que se acompasaba bien con la belleza amortiguada y decadente de sus, aunque venidos a menos, fastuosos edificios. Y
allí el Volga dictó doce sonetos que no tiene sentido decirles ahora. Lo demás es silencio.

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