CHEVALIER DE PAS
A los cinco años Pessoa ya sabía que era otros. La cuestión de la identidad, que suele ser en lo humano obsesión recurrente, quedó así muy tempranamente despachada. Si no puedes,entonces, aspirar a la unidad, hay reductos de lo real que quedan con las tripas al aire, inasibles, dispersos para siempre. Cuando esto sucede no hay más remedio que dedicarse a la domesticación de las sucesivas neurosis bajo una propedéutica de la contención que desemboca en el arte. Vivir es, en estas condiciones, un paradigma del “como si”. Pessoa, como su nombre indica, es una incansable sucesión de máscaras que aspiran a ese orden dictado por Goethe: “Todo es símbolo”, o en palabras de Bernardo Soares, el genial creador del Livro do Desasosego: “El poeta es un fingidor”. A Pessoa se le puede buscar en Ricardo Reis, Alvaro de Campos, Alberto Caeiro, en fin, a Pessoa se le puede buscar si hacemos de nuestra búsqueda una hermenéutica de la desubicación, del reconocimiento de la univocidad entre las voces. No vale la pena. Pessoa, el hombre que atiende a ese nombre, fue un oficinista anglófilo y amante por igual de la poesía romántica inglesa y el aguardiente marca Aguia Real; vivió en Sudáfrica, estudió en Inglaterra , murió de cirrosis hepática y dejó un libro un portugués y otros varios en inglés, entre ellos uno de sonetos al modo de Tennyson. Eso es todo. El resto está hecho de palabras y es obra de autores que Portugal haría bien en reconocer como tales; sería el mejor homenaje al poeta. Qué maravilla optar por el suicidio por sintaxis, quitarse de en medio y que sea la impersonalidad la que hable por medio de sus múltiples disfraces. Que esto sea obra de un niño que ya sabía que se llamaba Chevalier de Pas es un hallazgo psicológico de primer orden. Me pregunto si no tendría en mente ese poema de Guillermo de Aquitania que decía: “Haré un poema de la pura nada/ no tratará de mí ni de otra gente…” Escribe Bernardo Soares: “E são sombras,sombras…” Fernando Pessoa era, entre copa y copa, un pitagórico que creía en la suprema correspondencia de los sones invisibles y que podría haber dicho como Ingmar Bergman escribió en Linterna mágica: “Ya está roto el espejo. Y ahora, ¿qué dicen los trozos?”.
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