viernes, 31 de octubre de 2008

UN OTOÑO CON LARKIN

Dice Philip Larkin en un artículo de 1961 titulado Recordando a Louis” y recogido en sus escritos sobre jazz: “ Mi composición del mes es “Falling in love again” de Paul McDowell, cantando primero en inglés y luego en alemán. Se trata del equivalente, en términos de jazz, de una mezcla de El ángel azul y el gabinete del doctor Caligari.” En términos literarios, pienso yo por mi parte, Philip Larkin es el equivalente a una mezcla entre Charlie Rouse y John Lewis. Pertenece por edad, si no por otras cosas, al grupo poético que se ha dado en llamar “The movement”, que hacia los primeros cincuenta, y hastiados tanto del clasicismo resabiado de los modernistas como del neorromanticismo solipsista de Dylan Thomas,lo conforman poetas que empiezan a escribir, en paralelo a la evolución estilística de Auden, un tipo de poesía que guarda ciertas semejanzas con nuestra generación del 50, en concreto con Biedma, Ferrater o José Agustín Goytisolo.Evelyn Waugh les describió así: “una nueva ola de filisteísmo nos amenaza con estos jóvenes lúgubres…”. Por su parte, Robet Conquest, editor de la primera antología del grupo, al que también pertenecen Kinsgsley Amis o Thom Gunn, dijo de ellos: “ …su poesía no responde a grandes sistemas de construcción teórica o de compulsión mística, pues ,como la filosofía moderna, es empiricista en su actitud hacia las cosas.” Hay algo en ellos de la poesía tradicional inglesa y algo de todas las revoluciones poéticas de todos los tiempos cuando se trata de reaccionar ante lo barroco, es decir, despliegue de humor, sensibilidad contenida y lenguaje llano. Educados muchos de ellos en Oxford, les mueve, como a los burguesitos catalanes del cincuenta, un afán de lucha y un compromiso de escaso vuelo, aunque posteriormente cada uno evolucionó hacia donde pudo o quiso. Se les ha reprochado escasez de miras y un lenguaje un tanto desvencijado, una poesía de poetas menores que incapaces de dar el salto se limitan al hecho plano y a la anécdota local. Larkin (1922-1985) escribió poesía, novela y crítica; también trabajó de bibliotecario en la universidad de Hull, y yo me imagino a este calvo de mala vista preparándose un sándwich y una taza de té al volver del trabajo, solo o acompañado, escuchando a Satchmo o a Sydney Bechett en viejos discos de vinilo y enhebrando momentos de luz con palabras de mala vida. A él, que terminó siendo un vejete atildado y reaccionario, si es que no lo había sido desde siempre, le bastaba con colocar al hombre de su tiempo en una habitación vacía junto a una cama, muy hopperiano el contexto, y oírle decir con la misma seriedad con que Milton da inicio al Samson Agonistes:

A tientas de vuelta a la cama después de mear

Descorro las gruesas cortinas y me sobresaltan

Las nubes rápidas, la limpieza de la luna.

O con la misma melancólica cadencia que Biedma en “Nunca volveré a ser joven”:

MADUREZ

Una sensación de estabilidad…como, supongo,

Tendré hasta que mi cuerpo

Crezca en imprecisión, cansancio.

Entonces empezaré a sentir el tirón hacia atrás,

Cómo se adueña, nauseabundo, magistral,

-Algunos dicen- deseado.

Y esto debe de ser la flor de la vida…parpadeo

Casi de dolor, porque es dolor, me parece,

Esta pantomima

De acto y contraacto en mutua compensación,

Derrota e impostura, que conforma, de hecho,

Mi edad más capaz.

Poeta menor o no, disfrutemos de Larkin y de su verso iluminado y gamberro.

sábado, 18 de octubre de 2008

VIAJE A YUSTE

Una mañana de color verde carpa, taumatúrgica en sus efectos, Trujillo atrás, la mano previsora de Pizarro, sus ojos iguales en la distancia a los de Francisco de Vitoria, a los del Aguirre de Herzog. Raza de extremeños violentamente cejijuntos, heroicos en lo abisal, la mañana viajando del verde al gris en un zigzag sobre el espectro, el coche entre carballos al encuentro de un monasterio reconocido en la memoria, aún desconocido. El estanque donde pescaba el emperador desde la ventana, el sedal enredándose en sus dedos igual que su balancín entre las zarzas, entre el barro camino de Extremadura, espaldas en zigzag de llanura en fraga para disponer su tumba, un recinto clausurado como las proposiciones de Wittgenstein. Y el pez en círculos esperando entre las aguas, el lance de cola de rata rasgando el aire turbio, el soplo en la cornisa dolorida, hipálage de resurrección. Y al fin la cabeza que coincide con los pies del oficiante, qué ruido de carne que se pudre entre las notas de Josquin, el pez rendido a los pies, los pies hinchados del emperador. Anochece ahora sobre Yuste, año de gracia de 1555, el sillón junto a la ventana, el poder rendido, las aguas heladas de color verde carpa. Las amapolas de Flandes poseen en la memoria que se vacía todo el fulgor sin vida de las formas lógicas.

A FUEGO LENTO

Gregorio Marañón viajó a Suiza para conocer a un antiguo alumno de Enri-Frederic Amiel, un tal Bernard Bouvier, quien le reprochó que en su libro en torno a su maestro hubiera descrito a éste como físicamente vulgar. En la introducción a su libro “La tentación del fracaso” Julio Ramón Ribeyro escribe: “Mi afición a los diarios íntimos data de muy temprano, desde que a los catorce o quince años leí el de Amiel, en una edición en dos volúmenes que encontré en casa. El libro me apasionó y a partir de entonces leí cuanto diario cayó en mis manos.” Yo confieso no haber leído más que un extracto de los diarios que van desde 1839 a 1881, y teniendo en cuenta que empezó en 1847 a los veintiséis años de edad y lo abandonó días antes de cumplir los sesenta, ya cerca de su muerte, entonces, lo admito, lo leído no es más que una pequeña parte del total. Y sin embargo, después de leer el libro de Marañón –“Amiel”-, o de haber atravesado las páginas de los diarios de Tolstoi o Kafka, no he sentido el impulso de completar las 16.000 páginas que componen el Diario íntimo de Amiel.La única semejanza entre éste último y Plá o Pavese, por poner dos ejemplos más de escritores de diario, es la que une a Alicia Liddell con Lolita o la Beatriz de Dante: todo y nada. Hay en Amiel un hilo invisible que le emparenta con el arúspice o el taxidermista, con el arqueólogo o el practicante de autopsias; lo que Amiel plantea posee la misma sustancia que las aporías de Zenón o el comentario de Foucault sobre las Meninas. Ha de llegar un momento en que excavar sea un movimiento horizontal más que vertical, más trabajo de cepillo o brocha que de pico y pala; sin embargo, como en el Robinson Crusoe o en las aventuras del sueco Otto Nordensköld al polo sur, hay una pulsión que empuja a avanzar mientras se deja el camino repleto de reliquias, de paisajes helados y vacíos por el viento. Es un movimiento de aceleración como el que llevaba a Bird a pasar las noches saliendo de un metro y entrando a otro, como el que empuja al derviche a enlazar un círculo con el siguiente. Las páginas de Amiel pertenecen a la historia universal del castigo mítico, el de Sísifo o el de Prometeo; se baja cada vez más, “más concreto” lo llama él en la entrada del viernes 7 de diciembre de 1849, hasta sacar a la luz las entrañas no del hombre particular, sino de todos los hombres, de everyman; si Tolstoi es Tolstoi, Amiel es cualquiera. Llevó una vida que no difiere en mucho de la que posiblemente llevó un hombre como Kant, y yo quiero imaginármelos paseando sobre un paisaje con nieve, juntos, y por qué no, en medio de ellos también Robert Walser,que quizá pensara en ellos para sus hermanos Tanner. Escribir 16.000 páginas sobre la propia vida es como escribir ninguna ,un gesto chandosiano a lo inversa, tan estéril y tan sublime en su vacío. Quizá al final del trayecto, del túnel de palabras, salió a la luz para encontrarse, mudo por fin y frente a frente, al conejo de Cheshire..

lunes, 6 de octubre de 2008

VIAJE A BRIGHTON

Una ciudad junto al mar, un mar grisáceo y aterido, inhóspito y a la vez cálido en su incomodidad.Calles estrechas con tiendas, rostros de una extrañeza sobresaliente que Bruno y yo achacamos sin dudarlo a siglos de rudimentaria alimentación, un dejo de pobreza en una ciudad venida a menos, en un país riguroso y clasista venido a menos, hermoso en detalles que aquí nos son desconocidos, a nosotros, pueblo hirsuto de cabreros. Ciudad junto a un mar sin olor, de un gris adustamente plano, con viandantes que comían berberechos sin concha en una tarrinita de helado. Hermoso el puerto, el Royal Pavillion, el roller coaster donde hablamos de los Beatles, de su helter skelter, la tristeza de una ciudad quién sabe si rica y sucia a propósito.Lugar de veraneo aristocrático y zonas residenciales bajo el lema “no convertiréis esto en un campamento de gitanos” que tan amablemente nos escribió un anónimo vecino al exponer nuestras toallas al tibio sol de agosto. Y por supuesto y sobretodo el apartamento grasiento, los muebles de plástico hinchables donde escribimos “Rocking chair” y tú grabaste, meses después de marcharme yo, aquellas dos canciones que tienen ya su lugar en la memoria: Rose-eater y Fancy a dip. Y la presencia incómoda, para mí, de aquella alemana que sólo quería ver el mar, despedirse del mar, como si todo en su vida fuera ver y despedirse para ver. Y las fabulosas second-hand bookshops, ésa en la que pregunté por la edición de los Rubbayyats de Omar Khayyam en la traducción de Fitzgerald-que a veces suena a Burns y otras a un Chatterton verosímil-, cuatro versiones a lo largo de los años en un intento de captar lo que se oye entre líneas, lo inasible, y el dueño me respondió mientras sostenía una sonrisa de connesseur incómodo ante el abusivo, o no, precio de un libro que sin duda había amado, “he´s a poet of the highest rank”-sin saber ya nunca si se refería a Khayyam o a Fitzgerald.

Escena final: el dueño de la librería y yo ante una taza de té comparamos las cuatro versiones de la traducción de Fitzgerald. Sonríe y su rostro cetrino se ilumina al citarle unas líneas de D´Ors en que habla de las semejanzas estratégicas entre Pirandello y Calderón

viernes, 3 de octubre de 2008

JUAN DE YEPES

Dice el Beato Juan Ruysbroeck en el comienzo de uno de sus poemas: “Silencio tenebroso/ donde quedan perdidos todos los que aman.”; dicta Ángela de Foligno en el capítulo IX de su Libro de la vida: “Realmente fue dicho con más ternura de cómo lo dices tú. Apenas reconozco lo que dices.”; escribe Enrique Herp en su Directorio de contemplativos, capítulo 58, el titulado Triple manifestación de la luz: “ El ojo espiritual…se levanta de nuevo a la nadeidad caliginosa, donde ciertamente se halla en una perfecta ignorancia de Dios.” Lo místico levanta su empalizada desde una “cortedad del decir” que desemboca en el silencio; paradójicamente lo inefable, en su exégesis, en su devenir hermenéutico, es sobreabundante. Toda la tradición que fluye desde el Pseudo Dionisio Areopagita y pasa por el neoplatonismo, la mística flamenca, los maestros sufíes y el gnosticismo judío alcanza su cenit en los poemas de San Juan y en su comentario a sus propios poemas. Pasemos los ojos lentamente por las liras, una a una, que conforman el Cántico, primero el heptasílabo, el endecasílabo luego, como una perfecta mezcla de lo tradicional y lo italianizante. Imaginemos a ese Juan niño que quizá leyera el Cantar de los Cantares escondido en el granero, o apoyado en un álamo, junto al río; y quizá, quién sabe, ya aquí empezara a darle forma a esas imágenes y símbolos que luego cabrían en la perfecta hechura del Cántico, o de la Llama de amor viva.Y si es verdad lo que dice Luce López-Baralt en su libro “A zaga de tu huella”: La enseñanza de las lenguas semíticas en Salamanca en tiempos de San Juan de la Cruz”, pues quizá entonces Juan de Yepes saliera al frío de la tarde salmantina, tras la clase, con algo de Ibn Arabí en la cabeza, o llena de esos mismos versos “que escribieron los poetas místicos sufíes para desahogar los satt o dislates de su afasia de extáticos y que luego glosaron con comentarios que en vez de aclarar, aumentaban la polivalencia significativa y el misterio.” O también puede que tarareara camino al convento alguna línea de Raimundo Lulio o de Maimónides o fuera dando ya cabida en algún heptasílabo primerizo y aún torpe (oyéndolos interiormente mientras pasaba el puente romano quizá) a vocablos que había leído en la Teología mística: el sonido, la pintura,la granada, el rayo de tiniebla. Porque la verdad es que la poesía de Juan de Yepes, la de San Juan de la Cruz, emprende el vuelo que luego volarán Mallarmé o Celan. ¿Cómo podría lo inefable articular el Logos?, ¿ cómo pueden los significantes ensancharse hasta albergar la experiencia que supera la memoria y ser al fin y de nuevo esa memoria? La hermenéutica de Juan de Yepes es una segunda escritura antes que un develamiento; añadir un comentario al Cántico no elimina lo inefable, ahonda en él, hace de lo místico una provincia de lo fable.

Escena final: Simone Weil y Ludwig Wittgenstein toman una taza de té mientras escuchan El arte de la fuga. Fuera llueve “miudiño”. Callan.