sábado, 18 de octubre de 2008

A FUEGO LENTO

Gregorio Marañón viajó a Suiza para conocer a un antiguo alumno de Enri-Frederic Amiel, un tal Bernard Bouvier, quien le reprochó que en su libro en torno a su maestro hubiera descrito a éste como físicamente vulgar. En la introducción a su libro “La tentación del fracaso” Julio Ramón Ribeyro escribe: “Mi afición a los diarios íntimos data de muy temprano, desde que a los catorce o quince años leí el de Amiel, en una edición en dos volúmenes que encontré en casa. El libro me apasionó y a partir de entonces leí cuanto diario cayó en mis manos.” Yo confieso no haber leído más que un extracto de los diarios que van desde 1839 a 1881, y teniendo en cuenta que empezó en 1847 a los veintiséis años de edad y lo abandonó días antes de cumplir los sesenta, ya cerca de su muerte, entonces, lo admito, lo leído no es más que una pequeña parte del total. Y sin embargo, después de leer el libro de Marañón –“Amiel”-, o de haber atravesado las páginas de los diarios de Tolstoi o Kafka, no he sentido el impulso de completar las 16.000 páginas que componen el Diario íntimo de Amiel.La única semejanza entre éste último y Plá o Pavese, por poner dos ejemplos más de escritores de diario, es la que une a Alicia Liddell con Lolita o la Beatriz de Dante: todo y nada. Hay en Amiel un hilo invisible que le emparenta con el arúspice o el taxidermista, con el arqueólogo o el practicante de autopsias; lo que Amiel plantea posee la misma sustancia que las aporías de Zenón o el comentario de Foucault sobre las Meninas. Ha de llegar un momento en que excavar sea un movimiento horizontal más que vertical, más trabajo de cepillo o brocha que de pico y pala; sin embargo, como en el Robinson Crusoe o en las aventuras del sueco Otto Nordensköld al polo sur, hay una pulsión que empuja a avanzar mientras se deja el camino repleto de reliquias, de paisajes helados y vacíos por el viento. Es un movimiento de aceleración como el que llevaba a Bird a pasar las noches saliendo de un metro y entrando a otro, como el que empuja al derviche a enlazar un círculo con el siguiente. Las páginas de Amiel pertenecen a la historia universal del castigo mítico, el de Sísifo o el de Prometeo; se baja cada vez más, “más concreto” lo llama él en la entrada del viernes 7 de diciembre de 1849, hasta sacar a la luz las entrañas no del hombre particular, sino de todos los hombres, de everyman; si Tolstoi es Tolstoi, Amiel es cualquiera. Llevó una vida que no difiere en mucho de la que posiblemente llevó un hombre como Kant, y yo quiero imaginármelos paseando sobre un paisaje con nieve, juntos, y por qué no, en medio de ellos también Robert Walser,que quizá pensara en ellos para sus hermanos Tanner. Escribir 16.000 páginas sobre la propia vida es como escribir ninguna ,un gesto chandosiano a lo inversa, tan estéril y tan sublime en su vacío. Quizá al final del trayecto, del túnel de palabras, salió a la luz para encontrarse, mudo por fin y frente a frente, al conejo de Cheshire..

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