VIAJE A YUSTE
Una mañana de color verde carpa, taumatúrgica en sus efectos, Trujillo atrás, la mano previsora de Pizarro, sus ojos iguales en la distancia a los de Francisco de Vitoria, a los del Aguirre de Herzog. Raza de extremeños violentamente cejijuntos, heroicos en lo abisal, la mañana viajando del verde al gris en un zigzag sobre el espectro, el coche entre carballos al encuentro de un monasterio reconocido en la memoria, aún desconocido. El estanque donde pescaba el emperador desde la ventana, el sedal enredándose en sus dedos igual que su balancín entre las zarzas, entre el barro camino de Extremadura, espaldas en zigzag de llanura en fraga para disponer su tumba, un recinto clausurado como las proposiciones de Wittgenstein. Y el pez en círculos esperando entre las aguas, el lance de cola de rata rasgando el aire turbio, el soplo en la cornisa dolorida, hipálage de resurrección. Y al fin la cabeza que coincide con los pies del oficiante, qué ruido de carne que se pudre entre las notas de Josquin, el pez rendido a los pies, los pies hinchados del emperador. Anochece ahora sobre Yuste, año de gracia de 1555, el sillón junto a la ventana, el poder rendido, las aguas heladas de color verde carpa. Las amapolas de Flandes poseen en la memoria que se vacía todo el fulgor sin vida de las formas lógicas.
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