lunes, 26 de noviembre de 2007

CAMINO DEL FIN


Vengas de donde vengas, hagas el camino que hagas, tanto si eliges el camino francés, el aragonés o el del norte; el portugués, el inglés o el de la Plata, sabe que el camino no termina en la catedral de Santiago, ni siquiera en uno de los bares aledaños. No te conformes con los percebes, los chocos en su tinta o la orella de porco, todo regado, si los dioses te son propicias, con una botella de viño do Rosal ; tampoco te detenga la luz mortecina de las rúas, ni la lluvia menudísima (cómo chove miudiño) que te hará, sin duda, refugiarte en un café o en una librería de antigo (quizá, si eres afortunado, te topes con una edición de la poesía completa de Mantel Antonio o ,quién sabe, con una antología “xeitosa” de la lírica medieval galaico-portuguesa..No, el camino culmina en Fisterra, en el corazón de la costa da Morte, asomado al océano desde el faro y sintiendo o norte queimón en la cara (tranquilo, después te devolverá el temple un buen orujo de yerbas). Sólo ahí, en el Fis Térrea, te acordarás por ventura de Prisciliano y preferirás una fraga centenaria de Carballo o castañar a toda fábrica de los hombres (si es que el fuego ha respetado los sagrados bosques de Galiza, o el hormigón, ya se sabe, el progreso verdadero). Porque antes que que el sillar primorosamente labrado, el tímpano o las arquivoltas (hermosísimas, a qué negarlo) del Pórtico da Gloria, estuvo siempre la gloria del viaje, a viaxe, permítanme el gallego aquí, en femenino. Quizá el viaje empiece donde el hombre no llega. Haga lo posible, entonces, por llegar a Fisterra.

SÉPTIMO PROGRAMA

THOMAS BERNHARD


La primera imagen de Thomas Bernhard que uno recibe al leer uno de sus libros es la de un tipo ensimismado y egocéntrico, de sintaxis tortuosa y laberíntica, que no hace ningún esfuerzo por caer simpático ni parecer legible. Este austríaco odiador de Austria, perenne muñidor de su propia biografía, es uno de esos casos de “gran estilo” a los que sin duda se refería Juan Benet. Sería recomendable empezar el conocimiento de este autor por su trilogía de la infancia: “El aliento”, “El sotano”, “El origen” , aunque sólo fuera por coger carrerilla antes de enfrentar la lectura de ochomiles como “Corrección”, “Tala” o “Helada”. Escuchen: “ La atmósfera en casa de los Höller estaba todavía totalmente bajo la impresión de, sobre todo,las circunstancias del suicidio de Roithamer y me pareció en seguida, a mi llegada,favorable para ocuparme en casa de los Höller, de los escritos que me había dejado Roithamer, examinando y ordenando ese material escrito, y tuve de pronto la idea de no ocuparme sólo del legado de Roithamer, sino escribir al mismo tiempo sobre esa ocupación, lo que aquí ha comenzado,y para ello, la circunstancia de que, sin reservas, por parte de Höller, pudiera instalarme en seguida en casa de los Höller me era favorable, y aunque en casa de los Höller,…” He aquí un hombre que usa los conectores como si fuera un discurso forense, con una construcción zigzagueante y árida que al principio nos parecerá contener un aire escasamente oxigenado y levantará dudas sobre la conveniencia o cordura de llegar hasta la página 200. Sin embargo, si uno pasa ese trance y llega hasta el final, no dejará pasar un día hasta poner en su biblioteca la obra completa de Thomas Bernhard. Hechos a ese modo de respirar el idioma, (toda fe sea depositada en Miguel Sáenz, su traductor,excelente según dicen los que saben), crece en el lector un mecanismo transcriptor afín al del autor. Lo difícil se ha vuelto fácil y el galimatías discurso con sentido pleno. Pero no les quiero engañar. Si no aspiran a licores fuertes, si no han intentado meter nunca el diente en un trozo de oratoria (griega preferentemente) de la Antigüedad, si prefieren los modos destartalados de la novelística de argumentos, entonces, créanme, ni se acerquen; porque en Bernhard todo es precisión y ,como deseaba Paul Valery, rigor formal. Si usted es de los que creen que el arte se hace con contenidos, entonces este austríaco misántropo y admirador de Glenn Gould y Wittgenstein no es su hombre en absoluto. Si, por el contrario, creen con Bernhard que “ en la relidad todo es mucho más horrible aún que en mis libros”, entonces, corran a la librería y abríguense a conciencia.En las páginas de Thomas Bernhard hace muchísimo frío.

viernes, 23 de noviembre de 2007

lunes, 19 de noviembre de 2007

JACQUELINE DU PRÉ

Decía Zubin Metha en 1988: “ Recientemente estuve dirigiendo el concierto para cello de Elgar en Nueva York. Hacia el final del tercer movimiento sentí que no podía continuar. El cellista me miró y dijo: ¿estás pensando en ella, verdad?, “sí”, contesté.”Jacqueline du Pré había muerto un año antes a causa de la esclerosis multiple que sufría desde hacía quince años. Nadie podía sustituir a esa inglesita (oxoniense para ser exactos) de cuerpo robusto y dedos delicados. Verla con el cello entre las piernas , poseída de un furor mágico, era algo inolvidable, a juzgar por las palabras de Zubin Metha. Prueben a escuchar su interpretación de las seis suites para cello solo de Johan Sebastian Bach o las sonatas para cello de Beethoven que grabó con su marido Daniel Barenboim al piano. En el año 73 sus manos empezaron a pesar como plomo y toda su gracilidad quedó reservada a sus ojos, porque si tocando tuvo que ser una diosa rubia, no hubo de ser menos el fuego con que miraría tocar en sus últimos años. Se enamoró del sonido del cello cuando era una niña, al oír tocar en la radio. Desde entonces tocó y aprendió de los más grandes (excepto Casals, para quien seguro que ella era “excesiva”, demasiado “inglesa” como él la calificó). Dice John Keats, el poeta romántico inglés, en su "Oda a una urna griega": “las melodías oídas son dulces/ pero las inoídas son más dulces todavía”, y eso podría consolarnos de su silencio (pero esos versos son, desgraciadamente, también excesivos). Quizá sea mejor pensar que no hay consuelo. Tampoco para Metha, que no volvió a dirigir ese concierto de Elgar. Dijo: “ Nunca he olvidado que la primera vez que escuché éste concierto de Elgar fue con ella y termino sin saber qué es lo que me conmueve más, si la belleza del concierto mismo o su interpretación... creo que no hay respuesta precisa para ello. Tanto amor puede hacer vulnerable al ser más apasionado. De pronto la música llega y ya no se vuelve a ser el mismo.”

CRISTINO DE VERA

Los ojos de este hombre tienen la lumbre de los cuadros de Georges de la Tour.Cristino de Vera parece un cruce extraño de San Francisco y Giacometti, y sus cuadros un punto diminuto en la intersección que hubiera entre una pintura de Cezzane y una de Frai Angelico. ¿Qué hay detrás de esos cráneos, de esas rosas, de esos cuencos ?, ¿de qué ritmo interior y cabalístico nace esa secuencia de cestos sobre una mesa?, ¿a dónde se escondió el Amado de este pintor oculto? Cuenta Cristino que una vez fueron a visitarle unos amigos a su estudio a Madrid y al ver la austeridad en que vivía exclamaron “pareces un estudiante”. Para Cristino eso es un halago. Siempre será un estudiante que persigue(como Zurbarán) la belleza escondida en los pliegues de un manto de monje o en una ventana abierta con un cráneo en el alféizar. Dice de sí mismo: “Mi fondo es el de un ser asustado y solitario.” Puedo decirles que ver su obra expuesta en los sótanos de Silos (junto a Tapies y Sicilia) fue para mí una vez uno de esos lujosos momentos de la vida. Su obra está hecha de silencio y al silencio pertenece. “El tratamiento metafísico de la luz. Ese es el elemento más importante de mi pintura.” Y ahí, en esas figuras temblorosas (tal las botellas de Morandi), traspasadas -crucificadas- por la luz, se eleva toda la humildad y sencillez de un artista único. Entre un cesto y una rosa, figuras mediúmnicas , queda todo el hueco necesario, el vacío donde colocar la leyenda “ qué bien sé yo la fonte/ do mana y corre/ aunque es de noche”. Imagino a Cristino de Vera en Port Royal, meditando una línea de San Agustín, la viola da gamba desgranando a Marin Marais. Y también la muerte y las lágrimas y una eterna galleta mordida.

jueves, 15 de noviembre de 2007

lunes, 12 de noviembre de 2007

ROBERT WALSER

Se lee en el comienzo del Jakob von Gunten de Robert Walser: “Desde que estoy aquí, en el Instituto Benjamenta, he conseguido volverme un enigma para mí mismo”, y esas palabras que debieron pertubar a Kafka lo mismo que nos perturban hoy a nosotros, nos remiten al “me he vuelto un problema para mí mismo” de San Agustín en Las Confesiones. Entre papeles Kakfa hallaría alivio en los personajes de este suizo humildísimo y de una ingenuidad desarmante. Y sigue en el mismo libro:“Pero incluso a este respecto sigo siendo, por ahora, un enigma para mí mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré.” En estas líneas o en otras de Los hermanos Tanner o El ayudante está ya todo Kafka, Musil y Broch, y en esas líneas está también Bartleby y el Wakefield de Hawthorne y todo Samuel Beckett. ¿Cómo, me pregunto, se nos ha pasado por alto este genio diminuto? Destestó toda su vida toda clase de seguridad y asidero, vivió siempre a caballo de trabajos que abandonaba sin pensarlo dos veces. A los 47 años empezó a sufrir trastornos nerviosos y alucinaciones auditivas, por lo que por consejo de su hermana decide ingresar en un sanatorio psiquiátrico. Pasó allí los últimos 25 años de su vida literariamente enmudecido. Walser despreciaba los ideales de prosperidad, aborrecía el éxito, era incapaz de someterse a ningún tipo de rutina o atadura. El editor Kart Seelig le preguntó al final de su vida si volvería a escribir. Walser contestó: "Con esa pregunta sólo se puede hacer una cosa: no responderla". Le encontraron muerto sobre la nieve unos muchachos a escasa distancia del manicomio. Final lujoso para un espíritu que se negó a todo modo de servidumbre.

ALEJANDRÍA

Alejandría es el reverso de Atenas, una empieza donde acaba la otra. Si Atenas es el mito fundacional de una civilización, Alejandría es su colofón. Si en Atenas el poeta fue siempre un tipo sospechoso, al menos desde La República de Platón, y se prefirió de siempre al político, al filósofo o al gimnasta, Alejandría es antes que nada una construcción verbal. Si Atenas aspiraba al orden y a eso que Pericles en su discurso fúnebre llamó “ belleza con economía y sabiduría sin blandicie”, Alejandría ha optado desde los inicios por una desmesura delicada y un desorden dócil. Sus habitantes, de nacer allí, toman la ciudad como un punto de partida más que como una meta alcanzada. Si Kavafis es inglés de adopción, Ungaretti es italiano. Ser alejandrino es,como pueden ver, ser otro la mayor parte del tiempo. Antes que recordar el nombre de sus calles o la presencia invisible de sus faro o biblioteca, la verdadera Alejandría se nos esconde en el pliegue de un poema como “El dios abandona a Antonio” o en un título como “El puerto sepultado”. Escribe Ungaretti: “Me hablaban de un puerto, un puerto sumergido, que debía preceder a la época ptolomeica, probando que Alejandría era un puerto ya antes de Alejandro, que ya antes de Alejandro era una ciudad. No se sabe nada de eso. Esa mi ciudad se consume y anonada de instante en instante.” De nada valdría nombrar sus calles, sus muelles o sus gentes, la ciudad estará siempre en las grietas, como Glenn Gould quería que se tocaran las Variaciones Goldberg. En esos intersticios Alejandría perdura.Ni siquiera es necesario (aunque no hace daño) leer el Cuarteto de Alejandría para localizar sus coordenadas. Basta con esto: “Dispuesto hace tanto, con audacia/digno tú de tal ciudad/acércate ven a la ventana/ con entereza escucha con lamentos no/quejas de cobarde/y al fin escucha goza de los ecos/de los sones sin igual de la mística comitiva/y dile adiós a esa a esa Alejandría que ya pierdes.” Quizá después de todo, Pericles también era alejandrino.

UNA SEMBLANZA DE SEBALD

W.G.Sebald podría haber sido plausiblemente un personaje de las novelas de Coetzee, alguien así como el protagonista de Desgracia, Hombre lento o Esperando a los bárbaros, un hombre en la cincuentena atropellado por un desaprensivo en una carretera secundaria de Norwich, donde trabajaba como profesor. De no haber muerto en ese trance, se habría convertido en un hombre hiperculto de prosa exquisita que sobrevive, como quería Jaime Gil de Biedma, “entre las ruinas de su inteligencia” . Alemán de origen, nunca creyó que su país hubiera mostrado la actitud adecuada tras la Segunda Guerra Mundial (hay un texto sobre Jean Améry iluminador en ese sentido), pero también se preguntó el por qué de tanto ahínco en la destrucción de una Alemania ya vencida. Su prosa es lenta, apoyada a las veces en unas fotografías en blanco y negro que van dando un contrapunto músical a un estilo solemne por austero. Que las imágenes son importantes en su armazón retórica lo insinúa esta cita sobre Kafka : “Querida , dice Kafka a Felice en relación con una fotografía en que ella lo mira melancólica, “las imágenes son bellas, no se puede prescindir de las imágenes, pero son también un tormento.”Qué lamentable que después de obras maestras como Austerlitz o Los anillos de Saturno no pudiera acabar la que había de ser una novela sobre Córcega, donde, en uno de los capítulos póstumos, se lee: “…el único objeto de aliviar nuestro sentimiento de culpa ante la sangre derramada fue para mí, precisamente por ser absolutamente absurda, un indicio de lo fuerte que es nuestro deseo de absolución y lo barato que la compramos siempre.”

PAT GARRET AND BILLY THE KID

Esta película crepuscular tiene en sus imágenes tanta violencia como Grupo salvaje o La huida, y sin embargo la misma delicadeza de La balada de Cable Hogue. La cara de Kris Kristofferson (Billy el Niño) enfrentada a la de James Coburn (Pat Garret) mientras se dicen estas palabras dignas de aparecer en el anecdotario de las Vidas de filósofos ilustres de Diógenes Laercio: “Los tiempos han cambiado, Billy” y la respuesta “las tiempos puede, yo no” con esa media sonrisa cómplice entre sorbo y sorbo y el humo en medio, pertenece a la memoria cinéfila de la humanidad. Este prodigio visual lo debemos a un alcohólico desastroso con tanto talento para el cine como para la autodestrucción. Cuando conseguía la dosis justa de cada uno de los componentes necesarios, las películas de Sam Peckinpah no se parecían a las de ningún otro. Pertenecen a una peculiar historia natural de la violencia, a una especie de suicidio por imágenes donde los ojos desmienten los movimientos del revólver. Cuando Billy the Kid, ya herido de muerte, dispara a un espejo, ahí en ese justo instante, Narciso ve en las aguas transparentes de la muerte el único cambio razonable. “Billy, los tiempos han cambiado” le espeta su ex compañero de correrías, Pat Garret, y Billy le responde, como un eco que acompasa el ruido de las balas y el estruendo de los cristales rotos: “Los tiempos puede, yo no”. Y un último aviso: si les apetece un western y desconfían de los tiempos que vive el cine, ni se les ocurre ir a ver esa tontada de Brad Pitt en la piel de Jesse James y diríjanse a ese otro clásico de Sam Fuller, "I shot Jesse James" , en español "Balas vengadoras". La belleza está asegurada.