domingo, 28 de septiembre de 2008

HINTERLAND


“…la idea de mi construcción no me abandonaba un momento.No sabía si el gran plano general sería una iglesia donde los fieles aprenderían poco a poco verdades y descubrirían armonías, o si resultaría, como un monumento druídico en la cumbre de una isla, algo que nadie frecuentaría jamás.” La película de Atilio Bertolucci despeja la duda de Marcel Proust mediante el despliegue de una busca en torno a una busca; desde Combrais, la casa de la infancia donde Marcel jugaba con su linterna mágica y que daba a un pequeño jardín donde una vez oyera las palabras de fuego: “Ven, Gilberta, qué haces?”, pasando por el Balbec de la adolescencia, la patria de Albertina, donde Proust pasaba la parte del año que el asma hacía imposible en Combrais, hasta finalmente el París de la edad adulta, el escenario de la guerra que culmina el último volumen, El tiempo recobrado. La magdalena que le daba al niño Marcel la tía siempre enferma y que provocaría, años después, el flujo de memoria involuntaria, no la magdalena misma, sino el sabor del trocito mojado en el té, el inmenso edificio del recuerdo. Entre Balzac y Benjamin Constant, entre el snobismo diletante y el caso Dreyfus, entre el dolor inagotable y la perpetua creación, Atilio Bertolucci nos conduce de la mano por las galerías interiores: Bergotte (un cruce de Anatole France. Ruskin y Mallarmé), Francisca, la inextricable Francisca, señora de la cocina de Combrais, la vista de Delft de Vermeer, que Marcel vio en una exposición de pintura holandesa hacia 1921 en París y que le inspiró unas líneas dedicadas a Bergotte, a su muerte, y que bien podrían ser un epitafio del propio Proust. Las palabras de ese compañero de escuela que, al sentir una mano en la espalda, se giró bruscamente y percibió “una alteración en el alineamiento de su rostro, pues le había herido”; o su extraordinaria palidez, su conversación que buscaba siempre maravillar, seducir al otro. Vemos desfilar en este documento hermosísimo a Paul Morand, a Jean Cocteau, que le recordaba en el santuario de su habitación, recostado, vestido, la habitación plena de polvos antiasmáticos, su barba de días, a él, el capitán Nemo en su camarote del Nautilus. Y al final la enfermedad, la compañera de su vida, su hipersensibilidad extrema, su susceptibilidad crónica, su amor por la obra, ése que le llevaba a visitar lo salones “más por documentarse que por divertirse”. “Me decía que la muerte le perseguía y que temía no poder terminar su obra. Una mañana se levantó feliz como un niño y me dijo sonriendo: “Celeste, ha pasado algo maravilloso. He puesto la palabra fin. Ahora puedo morir.” Y la respuesta de Celeste: “ Era un hombre que se había dejado consumir, día a día, por su obra. En el momento de su muerte miraba con ojos maravillosos, tranquilos, como una lámpara cuando el aceite se ha terminado.” Crear un mundo o descubrirlo dentro de sí, “todo verdadero, todo inventado, inventado de verdad”; vivir por la obra, Balzac o Proust, lo monstruoso.

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