GRANADA
Granada está en mi memoria envuelta en una tibia luz de calima estival, una luz con matices de nieve aun en verano, como si la sola presencia de Sierra Nevada en la distancia bastara para conferirle al aire esa liviandad espectral típica de la alta montaña,cadenciosa en los breves morados y en la resonancia rebajada del amarillo.Si el viajero madruga, lo que es de rigor en vacaciones si se quiere obtener el regalo que toda ciudad entrega entre el alba y la luz primera, obtendrá el don de contemplar la maravilla de unas calles semivacías de gente, pero llenas de un peso que el calor temprano pone en las fachadas barrocas y sonoras de pájaros. Pues Granada ha de verse siguiendo esa ruta diacrónica: el Barroco con el nacer del día, lo demás desde el mediodía hasta las primeras horas de la tarde. Ya de noche, la visita nocturna a la Alhambra sería un justo colofón. Sé que no es común hablar del Barroco granadino en igualdad de términos con el arte nazarí, pero es que yo nací en el Levante y en esas tierras del Sureste el Barroco es el rey. Cuando has crecido viendo en todas partes el pan de oro, los estucos y la imaginería de la Contrarreforma, es sólo de razón que uno acabe, si no por gustar de, sí por entender qué acontece en ese arte. No es menester que diga que a mí me gusta el Barroco, no por las mismas razones por las que me gusta el Románico o el arte musulmán, es cierto, pero si visito una ciudad y ésta tiene arte barroco, no lo dudo, lo visitaré con gusto y, si es posible,nada más alzarse el alba. Es como si ese arte exagerado, cursi y algo banal, requiriera de la menor dosis de luz para poder mostrarse, y eso en una ciudad tan luminosa como Granada es incluso mayor razón. Después del Barroco-hay un hospital hermosísimo en una de las calles principales de la ciudad, no recuerdo ahora su nombre, con habitaciones empotradas en la piedra enrojecida, donde enfermeros sacados directamente de “La montaña mágica” atienden a ancianos o a jóvenes con problemas psíquicos, o al menos eso es lo que dicen las placas colgadas en la puerta,- digo que después del Barroco queda todo lo demás: la catedral, con una deliciosa colección de pintura flamenca, el Albaicín, lujuria de callejuelas estrechas y sucias, paraíso de un silencio con sabor a té o al humo dulzón del narguile, que nos traerá resonancias de Estambul o Alejandría. El final es para la Alhambra. Ya agotado, confuso de sol, llegaremos ,al bajar las luces, al ómphalos granadino, al centro délfico esencial donde todo se dirime. Seguir con los ojos un almocárabe, la caligrafía sobre el yeso, la invocación eterna, Illah al akbar, recorriendo todo el edificio, como una salmodia infinita y recurrente. Pero no nos engañemos. En Granada sólo un hay dios: el agua, o mejor, su sonido, cercano o en la distancia, verdadera palabra de vida. Así, embriagados de esa agua muy anterior a todo, quizá encontremos la sed que habíamos ido a buscar.
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