miércoles, 30 de abril de 2008
NOCHE EN SILOS
Cuando uno llega a la pequeña población donde está ubicado el monasterio de Silos, cerca de una gran rompiente natural de piedra y un sendero que transcribe a la perfección las vueltas, giros y estrecheces de las tres vías que llevan al monje a la perfección,la sensación que se obtiene, el galardón, por decirlo a la manera de los poetas del amor cortés, es la de penetrar en un recinto reservado al silencio ,pero no un silencio por eliminación, no una ausencia de palabras, sino su envés en profundidad, más “soledad sonora” que silencio corriente, usado.” Y el monje, el que está solo, o el anacoreta, el que se retira, buscan por vía negativa un silencio sonante.Cuando yo llegué allí, una noche del mes de enero, fría y oscura, quizá también “en ansias inflamado”, aunque quizá no de lo mismo que Silos proporciona, lo primero que hice, tras presentarme y dejar mi bolsa de viaje en la pequeña fonda para huéspedes que hay dentro del monasterio, o que había en aquel ya lejano 1987, fue ir a“oír” el claustro”. El gran ciprés se balanceaba al cierzo y emitía un sonido curvo y oscilante que se acompasaba a la perfección con las piernas cruzadas de las figuras del claustro. Esa danza mística, junto a la terrible sonrisa que yo llamo “lóbrega” por motivos psicológicos propios, me hicieron recorrer el círculo de capiteles y columnas dobles en un estado en el que se mezclaban la excitación y el desespero. Me parecía que aquella excesiva belleza no podría llevar nunca a Dios, -y en esa opinión coincidía conmigo hasta el mismo San Bernardo- sino al vaciamiento de uno mismo, al autodespojamiento que desemboca en lo que San Juan llamaba “nonada”. Y entonces entendí, tras una noche intranquila en una cama estrecha y fría, que aquellos hombres no iban a Silos a buscar nada, sino a vaciarse de todo, y que Dios estaba al final de esa senda. Si Dios, entonces, equivalía a no-yo, el claustro era una tautología de la nada. Yo, belleza, nada, las tres vías de la perfección que conducen a Dios, es decir, al sonido curvo y caduco del cierzo en el corazón.
Cuando uno llega a la pequeña población donde está ubicado el monasterio de Silos, cerca de una gran rompiente natural de piedra y un sendero que transcribe a la perfección las vueltas, giros y estrecheces de las tres vías que llevan al monje a la perfección,la sensación que se obtiene, el galardón, por decirlo a la manera de los poetas del amor cortés, es la de penetrar en un recinto reservado al silencio ,pero no un silencio por eliminación, no una ausencia de palabras, sino su envés en profundidad, más “soledad sonora” que silencio corriente, usado.” Y el monje, el que está solo, o el anacoreta, el que se retira, buscan por vía negativa un silencio sonante.Cuando yo llegué allí, una noche del mes de enero, fría y oscura, quizá también “en ansias inflamado”, aunque quizá no de lo mismo que Silos proporciona, lo primero que hice, tras presentarme y dejar mi bolsa de viaje en la pequeña fonda para huéspedes que hay dentro del monasterio, o que había en aquel ya lejano 1987, fue ir a“oír” el claustro”. El gran ciprés se balanceaba al cierzo y emitía un sonido curvo y oscilante que se acompasaba a la perfección con las piernas cruzadas de las figuras del claustro. Esa danza mística, junto a la terrible sonrisa que yo llamo “lóbrega” por motivos psicológicos propios, me hicieron recorrer el círculo de capiteles y columnas dobles en un estado en el que se mezclaban la excitación y el desespero. Me parecía que aquella excesiva belleza no podría llevar nunca a Dios, -y en esa opinión coincidía conmigo hasta el mismo San Bernardo- sino al vaciamiento de uno mismo, al autodespojamiento que desemboca en lo que San Juan llamaba “nonada”. Y entonces entendí, tras una noche intranquila en una cama estrecha y fría, que aquellos hombres no iban a Silos a buscar nada, sino a vaciarse de todo, y que Dios estaba al final de esa senda. Si Dios, entonces, equivalía a no-yo, el claustro era una tautología de la nada. Yo, belleza, nada, las tres vías de la perfección que conducen a Dios, es decir, al sonido curvo y caduco del cierzo en el corazón.
domingo, 27 de abril de 2008
FEDRA EN TRES ACTOS
Dos escenas previas: un mosaico romano en el que se ve a Hipólito con su madrastra, Fedra, un perro de caza a la derecha de Hipólito-un lebrel quizá- y al dios Eros a la espalda de Fedra con el gesto vacío de tensión de quien ya ha desalojado su carcaj. El mosaico está en Pafos, Chipre. La otra escena es el volumen segundo de En busca del tiempo perdido; Marcel, sentado en su butaca, espera con gran ansiedad el comienzo de Fedra donde canta la Berma. Entre esas dos escenas caben las tres obras que voy a proponerles, las tres la misma y sin embargo tan distintas. Fedra es hija de Minos y Pasifae y hermana de Ariadna, a la que el mismo Teseo, padre de Hipólito, abandonó en Naxos mientras ésta dormía. Por parte de madre Fedra sabe de amores ilícitos, pues Pasifae concibió amores con el toro que Poseidón había mandado a Minos y al que éste,incumpliendo su parte del trato, se había negado a sacrificar. En el mundo griego la expiación siempre llega, esa es una de las columnas de la bóveda moral arcaica. Pues bien, Eurípides escribió dos tragedias con el nombre de Hipólito, de las que sólo conservamos una-parece ser que la perdida mostraba a una Fedra demasiado desinhibida-, pero básicamente con la misma historia: Fedra se enamora de Hipólito estando ausente Teseo y, rechazada, se quita la vida, no sin antes haber culpado al virginal Hipólito, amante de la caza y desdeñador de Eros. Eurípides comienza su tragedia con estas palabras de Afrodita: “ Hipólito es el único de esta tierra trecenia que dice que soy la peor de las deidades…” , con lo que quizá Fedra no hace sino cumplir con la venganza de esta diosa airada. En fin, en Eurípides nada es sencillo y los hombres se muestran a merced de fuerzas no siempre comprensibles, de dioses en los que quizá ya no creen y siendo ellos mismos figuras muy complejas, culpables e inocentes a la vez. El segundo acto de nuestra obra está en Francia, París, 1677, con el estreno de Fedra de Racine. En Racine la acción queda supeditada a las palabras, a la trama psicológica que éstas enhebran. Lo dice bien Carlos Pujol: “…todo es sencillísimo y escueto, no hay la intriga de varios amores no correspondidos, solamente una patética situación llevada a sus últimas consecuencias.” El lenguaje ha perdido toda la aspereza del texto griego y algunas situaciones se han suavizado: es muy candorosa la timidez de Aricia a escapar con Hipólito sin himeneo de por medio. En el tercer acto regresamos a Grecia, Atenas, 1975. Yannis Ritsos concibe Fedra como un monólogo dramático, un soliloquio donde vuelven a oírse los giros antiguos en el griego moderno.Es una estampa de Rohmer con la mecánica de Eurípides. Toda la acción está ahora en la cabeza de Fedra. Se ha completado el viaje, entonces. Así acaba la obra: “ Afuera en el patio, los faros de dos coches…proyectan en forma de cruz las sombras de las dos estatuas, la de Afrodita y la de Artemisa, sobre el cuerpo de la ahorcada.” En el fondo sólo es un problema de hybris y tísis, desmesura y castigo, armonía restablecida, to métron. Y si aún les quedan ganas, hay una Fedra de Séneca y otra de Unamuno que completarían una tragedia en cinco actos. Y si no, siempre les quedará la Fedra de Jules Dassin con Melina Mercuri.
Dos escenas previas: un mosaico romano en el que se ve a Hipólito con su madrastra, Fedra, un perro de caza a la derecha de Hipólito-un lebrel quizá- y al dios Eros a la espalda de Fedra con el gesto vacío de tensión de quien ya ha desalojado su carcaj. El mosaico está en Pafos, Chipre. La otra escena es el volumen segundo de En busca del tiempo perdido; Marcel, sentado en su butaca, espera con gran ansiedad el comienzo de Fedra donde canta la Berma. Entre esas dos escenas caben las tres obras que voy a proponerles, las tres la misma y sin embargo tan distintas. Fedra es hija de Minos y Pasifae y hermana de Ariadna, a la que el mismo Teseo, padre de Hipólito, abandonó en Naxos mientras ésta dormía. Por parte de madre Fedra sabe de amores ilícitos, pues Pasifae concibió amores con el toro que Poseidón había mandado a Minos y al que éste,incumpliendo su parte del trato, se había negado a sacrificar. En el mundo griego la expiación siempre llega, esa es una de las columnas de la bóveda moral arcaica. Pues bien, Eurípides escribió dos tragedias con el nombre de Hipólito, de las que sólo conservamos una-parece ser que la perdida mostraba a una Fedra demasiado desinhibida-, pero básicamente con la misma historia: Fedra se enamora de Hipólito estando ausente Teseo y, rechazada, se quita la vida, no sin antes haber culpado al virginal Hipólito, amante de la caza y desdeñador de Eros. Eurípides comienza su tragedia con estas palabras de Afrodita: “ Hipólito es el único de esta tierra trecenia que dice que soy la peor de las deidades…” , con lo que quizá Fedra no hace sino cumplir con la venganza de esta diosa airada. En fin, en Eurípides nada es sencillo y los hombres se muestran a merced de fuerzas no siempre comprensibles, de dioses en los que quizá ya no creen y siendo ellos mismos figuras muy complejas, culpables e inocentes a la vez. El segundo acto de nuestra obra está en Francia, París, 1677, con el estreno de Fedra de Racine. En Racine la acción queda supeditada a las palabras, a la trama psicológica que éstas enhebran. Lo dice bien Carlos Pujol: “…todo es sencillísimo y escueto, no hay la intriga de varios amores no correspondidos, solamente una patética situación llevada a sus últimas consecuencias.” El lenguaje ha perdido toda la aspereza del texto griego y algunas situaciones se han suavizado: es muy candorosa la timidez de Aricia a escapar con Hipólito sin himeneo de por medio. En el tercer acto regresamos a Grecia, Atenas, 1975. Yannis Ritsos concibe Fedra como un monólogo dramático, un soliloquio donde vuelven a oírse los giros antiguos en el griego moderno.Es una estampa de Rohmer con la mecánica de Eurípides. Toda la acción está ahora en la cabeza de Fedra. Se ha completado el viaje, entonces. Así acaba la obra: “ Afuera en el patio, los faros de dos coches…proyectan en forma de cruz las sombras de las dos estatuas, la de Afrodita y la de Artemisa, sobre el cuerpo de la ahorcada.” En el fondo sólo es un problema de hybris y tísis, desmesura y castigo, armonía restablecida, to métron. Y si aún les quedan ganas, hay una Fedra de Séneca y otra de Unamuno que completarían una tragedia en cinco actos. Y si no, siempre les quedará la Fedra de Jules Dassin con Melina Mercuri.
sábado, 26 de abril de 2008
PROUST ANACORETA
De todas las aventuras literarias de la historia, sin duda la de Proust es una de las más grandes.Y sin embargo, sabemos que Gide aconsejó a Gallimard en su contra e incluso podemos leer juicios francamente negativos, aunque dejen un resquicio. Foster escribió: “"The book is chaotic, ill constructed, it has and will have no external shape; and yet it hangs together because it is stitched internally, because it contains rhythm." (El libro es caótico y está mal construido, no tiene y no tendrá una forma externa; y a pesar de ello se mantiene desde sus costuras internas, pues contiene ritmo.”Esto es muy aleccionador, ¿no es cierto?A la manera de san Agustín, puede decir que sólo sabe qué es el tiempo cuando lo escribe, y a la de Homero, que narrar el regreso es una excusa para hablar del tiempo y su reliquia:la palabra. Después de años de preparación, de aprendizaje, cuando nada parece empujar al joven Marcel al acto mismo de la escritura, de repente, acontece el suceso liminar que se narra en el primer volumen de En busca del tiempo perdido. De tan manoseado, prefiero omitirlo. Algo sucede, sea lo que sea, que le hace entrar directamente en una predisposición nueva, en una apertura, ahora sí favorable, a las tierras vírgenes del pasado. Este Homero interior creará a partir de esa grieta, de ese “prolegómenon” toda una Odisea minuciosa y exacta. Antes que el Ulysses de Joyce- al fin y al cabo sólo la obra menor de un humorista- la obra de Proust nos devuelve a las playas de Itaka, aunque estas tengan un olor y una textura nuevas, las de un trocito de Francia entre dos siglos.Aunque no es fundamental para el goce de la lectura de la obra de Proust, no viene mal conocer el nombre de Henri Bergson, el filósofo de la “duración”, de la materia y la memoria, aquel que dijo “Al lado del desarrollo del espíritu sobre un solo plano, en superficie, está el movimiento del espíritu que va de un plano a otro, en profundidad.” Escribe Proust en el volumen VII y último, el que titula “El tiempo recobrado” : “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida es la literatura.” Marcel Proust se retiró, se tumbó a escribir, tal un Oblomov de la oscuridad y el silencio, y creó un monumento de tres mil páginas donde el único protagonista es la nostalgia. Leer a Proust es seguir el hilo de una memoria individual que se torna colectiva, una conciencia abierta de par en par (y aquí conviene recordar las palabras de Cyril Connolly sobre el modernismo: la mezcla de Voltaire con Rousseau). Puede que le influyeran las páginas bergsonianas sobre la memoria y la duración, no lo sé. Lo que sí sé de cierto es que cuando acabamos de leer “En busca del tiempo perdido” sabemos ya para siempre que el único tema de la vida es el tiempo y el único tema de la literatura es el lenguaje. Hacer que el tiempo y las palabras desembocaran en las playas de un mismo libro es el logro titánico de un hombre delicado.
jueves, 24 de abril de 2008
sábado, 19 de abril de 2008
EUGENIO MONTALE
Curiosamente tenemos hoy en el mismo programa a dos poetas con los que el término “metafísico” ha estado unido, si bien por razones distintas. A John Donne la etiqueta no le haría mucha gracia, o sí, quién sabe, y en el caso de Montale, parte de una reflexión propia. Decía así el poeta: “ Ha habido a partir de Baudelaire y de un determinado Browning, y a veces de su confluencia, una corriente de poesía no realista,no romántica y ni siquiera estrictamente decadente, que de un modo muy aproximado se puede llamar metafísica. Yo he nacido de ese surco.” Y pienso yo que la palabra “surco” final ha de tomarse al pie de la letra, pues si algo puede decirse de la poesía de Montale es éso: telúrica, pedregosa, ctónica. Yo le descubrí en una edición de la editorial Hiperión bajo el título “Eugenio Montale, 37 poemas, traducidos por 37 poetas españoles en el centenario de su nacimiento”,-y sólo como curiosidad decirles que hay en la portada el mismo dibujo de la lápida de la que les hablaba antes, el zambullidor. Lo que primero me llamó la atención es qué había en ese poeta que podía atraer de igual manera a Ángel González, Jorge Guillén, José Ángel Valente o Sarrión. Luego, ya mucho más tarde, cuando pude hacerme con su primer gran libro, “Huesos de sepia”, o con otros posteriores, entendí que en Montale había cabida para todos porque partía de una premisa inicial y común, desde Dante hasta Hölderlin, por poner dos poetas predilectos de Montale, que iba desde la primera constatación de un vacío, una falla, pasando por la creencia en la capacidad trascendental del signo y en la adecuación verbo-mundo, hasta la solución-disolución-absolución que en los últimos libros desemboca en un mismo y quizá ya más definitivo y escindido mundo irredento.Desde la creencia de que las palabras podían decir algo verdadero de las cosas hasta la constatación de que las cosas son intangibles y que , por lo tanto, el viaje místico ha devenido naufragio y la realidad sólo un tenderete de objetos inasibles, hermosos pero irremisiblemente “otros”. Y sin embargo, hay en ese trayecto por las capas del ser y junto al testimonio insobornable de su ser “lo diverso”, una textura piadosa, una tonalidad amable que el mundo aún podría, quizá, deparar. Y debo decir que releyendo estos días a Montale y a Donne, uno tras o cabe el otro, he sufrido a veces el espejismo de no saber quién decía qué cosa. Escuchen: “ Desvanecerse /es la ventura,pues,de las venturas” y luego “ soy todo lo muerto” , proposición que Donne repite constantemente. Ambos recorrieron un camino similar, pero ni Virgilio ni Beatriz acudieron al ensalmo. Les dejo con un poema del libro “Ossi de sepia” .Lleva el título “ Tal vez una mañana caminando por un aire de vidrio…”. Dice así:
Tal vez una mañana caminando por un aire de vidrio,
árido,al darme la vuelta, veré cumplirse el milagro:
la nada a mis espaldas, el vacío detrás
de mí, con terror de borracho.
Luego, como en una pantalla, acamparán de súbito
arboles casas lomas en el engaño acostumbrado.
Pero será demasiado tarde y yo andaré callado
tras los hombres que no se giran, con mi secreto.
Curiosamente tenemos hoy en el mismo programa a dos poetas con los que el término “metafísico” ha estado unido, si bien por razones distintas. A John Donne la etiqueta no le haría mucha gracia, o sí, quién sabe, y en el caso de Montale, parte de una reflexión propia. Decía así el poeta: “ Ha habido a partir de Baudelaire y de un determinado Browning, y a veces de su confluencia, una corriente de poesía no realista,no romántica y ni siquiera estrictamente decadente, que de un modo muy aproximado se puede llamar metafísica. Yo he nacido de ese surco.” Y pienso yo que la palabra “surco” final ha de tomarse al pie de la letra, pues si algo puede decirse de la poesía de Montale es éso: telúrica, pedregosa, ctónica. Yo le descubrí en una edición de la editorial Hiperión bajo el título “Eugenio Montale, 37 poemas, traducidos por 37 poetas españoles en el centenario de su nacimiento”,-y sólo como curiosidad decirles que hay en la portada el mismo dibujo de la lápida de la que les hablaba antes, el zambullidor. Lo que primero me llamó la atención es qué había en ese poeta que podía atraer de igual manera a Ángel González, Jorge Guillén, José Ángel Valente o Sarrión. Luego, ya mucho más tarde, cuando pude hacerme con su primer gran libro, “Huesos de sepia”, o con otros posteriores, entendí que en Montale había cabida para todos porque partía de una premisa inicial y común, desde Dante hasta Hölderlin, por poner dos poetas predilectos de Montale, que iba desde la primera constatación de un vacío, una falla, pasando por la creencia en la capacidad trascendental del signo y en la adecuación verbo-mundo, hasta la solución-disolución-absolución que en los últimos libros desemboca en un mismo y quizá ya más definitivo y escindido mundo irredento.Desde la creencia de que las palabras podían decir algo verdadero de las cosas hasta la constatación de que las cosas son intangibles y que , por lo tanto, el viaje místico ha devenido naufragio y la realidad sólo un tenderete de objetos inasibles, hermosos pero irremisiblemente “otros”. Y sin embargo, hay en ese trayecto por las capas del ser y junto al testimonio insobornable de su ser “lo diverso”, una textura piadosa, una tonalidad amable que el mundo aún podría, quizá, deparar. Y debo decir que releyendo estos días a Montale y a Donne, uno tras o cabe el otro, he sufrido a veces el espejismo de no saber quién decía qué cosa. Escuchen: “ Desvanecerse /es la ventura,pues,de las venturas” y luego “ soy todo lo muerto” , proposición que Donne repite constantemente. Ambos recorrieron un camino similar, pero ni Virgilio ni Beatriz acudieron al ensalmo. Les dejo con un poema del libro “Ossi de sepia” .Lleva el título “ Tal vez una mañana caminando por un aire de vidrio…”. Dice así:
Tal vez una mañana caminando por un aire de vidrio,
árido,al darme la vuelta, veré cumplirse el milagro:
la nada a mis espaldas, el vacío detrás
de mí, con terror de borracho.
Luego, como en una pantalla, acamparán de súbito
arboles casas lomas en el engaño acostumbrado.
Pero será demasiado tarde y yo andaré callado
tras los hombres que no se giran, con mi secreto.
PROGRAMA Nº26
JOHN DONNE
El término “poesía isabelina” recoge en sus redes a autores que estuvieron activos entre 1558 y 1603, años que dura el reinado de Isabel I. Así, en cualquier antología de este género, es fácil encontrar a poetas tan distintos como Spenser,Sydney,Shakespeare o Donne. Entre estos, Donne es unos años más joven que Shakespeare y es justo de la generación anterior a otra cumbre, John Milton. Personalmente, creo que hay más distancia entre Sydney y Donne que entre Donne y T.S.Eliot o Gerald Manley Hopkins, pero es quizá sólo una visión informada de prejuicios modernos que nada o poco captan de la verdad de los hechos, si es que hay tal cosa. John Donne pertenece al Barroco, no una moda pasajera y europea, sino toda una forma de ver el mundo recurrente y cíclica, aunque muy distinta en los ropajes que adopta, de ahí que a veces creamos estar ante un problema nuevo cuando sólo se trata del viejo problema. En cualquier caso, Donne es representante de un modo de hacer que abusaría de los juegos de palabras, hipérboles y contradicciones, de los juegos de ingenio y sutileza verbales, algo parecido al “conceptismo” español, aunque a la vez tan lejano, pues en ello se da lo que más distingue, el “carácter”, la marca autóctona, y digo autóctona en todo su despliegue semántico. En mi opinión, Donne está más emparentado en su modo de hacer, ese incesante “aire de familia”, con la poesía trovadoresca provenzal que con Quevedo, por ejemplo. Yo oigo más a Marcabrú o, por entrar en algo no muy lejano, a Ausias March, que a Góngora. Y es que el Barroco es intemporal y renace en las cenizas exhaustas del retruécano y el oxímoron, pero no cenizas muertas, como ese Gracián nuestro, sino plenas de pasión y virtuosismo-y olviden que el virtuosismo es frío, por favor. Decía Eliot que Donne “poseía un mecanismo de sensibilidad capaz de asimilar cualquier clase de experiencias”. Para él las palabras son vehículos de indagación, medios de conocimiento donde conjugar una búsqueda a la par gnoseológica y existencial. Para mí, el verso de Donne es un modelo de elegancia e inteligencia, y como tal ha influido en toda la poesía moderna, por esa capacidad de ver el mundo a su través, una especie de catalejo paradójicamente dotado para la visión microscópica. A Donne le llamaron “metafísico”, término nada amable y sinónimo de “confuso, ridículo, raro”, y fue un poeta ya distinto, Dryden, el que así le bautizó.Pero si uno lee hoy los poemas de Carnero o los de Sarrión,nuestros contemporáneos, es fácil descubrir la sonrisa románica, esa de “lúgubre júbilo”, del poeta inglés. Poemas como “El cebo”, “La canonización”, “El entierro”, “Alquimia del amor”, llegan hasta nosotros indemnes desde allende el tiempo, cristalinos. Olvídense de los siglos y sumérjanse en las palabras;es la misma y eterna piscina que pintaban los etruscos en sus lápidas. ¿Les apetece un chapuzón?
El término “poesía isabelina” recoge en sus redes a autores que estuvieron activos entre 1558 y 1603, años que dura el reinado de Isabel I. Así, en cualquier antología de este género, es fácil encontrar a poetas tan distintos como Spenser,Sydney,Shakespeare o Donne. Entre estos, Donne es unos años más joven que Shakespeare y es justo de la generación anterior a otra cumbre, John Milton. Personalmente, creo que hay más distancia entre Sydney y Donne que entre Donne y T.S.Eliot o Gerald Manley Hopkins, pero es quizá sólo una visión informada de prejuicios modernos que nada o poco captan de la verdad de los hechos, si es que hay tal cosa. John Donne pertenece al Barroco, no una moda pasajera y europea, sino toda una forma de ver el mundo recurrente y cíclica, aunque muy distinta en los ropajes que adopta, de ahí que a veces creamos estar ante un problema nuevo cuando sólo se trata del viejo problema. En cualquier caso, Donne es representante de un modo de hacer que abusaría de los juegos de palabras, hipérboles y contradicciones, de los juegos de ingenio y sutileza verbales, algo parecido al “conceptismo” español, aunque a la vez tan lejano, pues en ello se da lo que más distingue, el “carácter”, la marca autóctona, y digo autóctona en todo su despliegue semántico. En mi opinión, Donne está más emparentado en su modo de hacer, ese incesante “aire de familia”, con la poesía trovadoresca provenzal que con Quevedo, por ejemplo. Yo oigo más a Marcabrú o, por entrar en algo no muy lejano, a Ausias March, que a Góngora. Y es que el Barroco es intemporal y renace en las cenizas exhaustas del retruécano y el oxímoron, pero no cenizas muertas, como ese Gracián nuestro, sino plenas de pasión y virtuosismo-y olviden que el virtuosismo es frío, por favor. Decía Eliot que Donne “poseía un mecanismo de sensibilidad capaz de asimilar cualquier clase de experiencias”. Para él las palabras son vehículos de indagación, medios de conocimiento donde conjugar una búsqueda a la par gnoseológica y existencial. Para mí, el verso de Donne es un modelo de elegancia e inteligencia, y como tal ha influido en toda la poesía moderna, por esa capacidad de ver el mundo a su través, una especie de catalejo paradójicamente dotado para la visión microscópica. A Donne le llamaron “metafísico”, término nada amable y sinónimo de “confuso, ridículo, raro”, y fue un poeta ya distinto, Dryden, el que así le bautizó.Pero si uno lee hoy los poemas de Carnero o los de Sarrión,nuestros contemporáneos, es fácil descubrir la sonrisa románica, esa de “lúgubre júbilo”, del poeta inglés. Poemas como “El cebo”, “La canonización”, “El entierro”, “Alquimia del amor”, llegan hasta nosotros indemnes desde allende el tiempo, cristalinos. Olvídense de los siglos y sumérjanse en las palabras;es la misma y eterna piscina que pintaban los etruscos en sus lápidas. ¿Les apetece un chapuzón?
miércoles, 16 de abril de 2008
GRANADA
Granada está en mi memoria envuelta en una tibia luz de calima estival, una luz con matices de nieve aun en verano, como si la sola presencia de Sierra Nevada en la distancia bastara para conferirle al aire esa liviandad espectral típica de la alta montaña,cadenciosa en los breves morados y en la resonancia rebajada del amarillo.Si el viajero madruga, lo que es de rigor en vacaciones si se quiere obtener el regalo que toda ciudad entrega entre el alba y la luz primera, obtendrá el don de contemplar la maravilla de unas calles semivacías de gente, pero llenas de un peso que el calor temprano pone en las fachadas barrocas y sonoras de pájaros. Pues Granada ha de verse siguiendo esa ruta diacrónica: el Barroco con el nacer del día, lo demás desde el mediodía hasta las primeras horas de la tarde. Ya de noche, la visita nocturna a la Alhambra sería un justo colofón. Sé que no es común hablar del Barroco granadino en igualdad de términos con el arte nazarí, pero es que yo nací en el Levante y en esas tierras del Sureste el Barroco es el rey. Cuando has crecido viendo en todas partes el pan de oro, los estucos y la imaginería de la Contrarreforma, es sólo de razón que uno acabe, si no por gustar de, sí por entender qué acontece en ese arte. No es menester que diga que a mí me gusta el Barroco, no por las mismas razones por las que me gusta el Románico o el arte musulmán, es cierto, pero si visito una ciudad y ésta tiene arte barroco, no lo dudo, lo visitaré con gusto y, si es posible,nada más alzarse el alba. Es como si ese arte exagerado, cursi y algo banal, requiriera de la menor dosis de luz para poder mostrarse, y eso en una ciudad tan luminosa como Granada es incluso mayor razón. Después del Barroco-hay un hospital hermosísimo en una de las calles principales de la ciudad, no recuerdo ahora su nombre, con habitaciones empotradas en la piedra enrojecida, donde enfermeros sacados directamente de “La montaña mágica” atienden a ancianos o a jóvenes con problemas psíquicos, o al menos eso es lo que dicen las placas colgadas en la puerta,- digo que después del Barroco queda todo lo demás: la catedral, con una deliciosa colección de pintura flamenca, el Albaicín, lujuria de callejuelas estrechas y sucias, paraíso de un silencio con sabor a té o al humo dulzón del narguile, que nos traerá resonancias de Estambul o Alejandría. El final es para la Alhambra. Ya agotado, confuso de sol, llegaremos ,al bajar las luces, al ómphalos granadino, al centro délfico esencial donde todo se dirime. Seguir con los ojos un almocárabe, la caligrafía sobre el yeso, la invocación eterna, Illah al akbar, recorriendo todo el edificio, como una salmodia infinita y recurrente. Pero no nos engañemos. En Granada sólo un hay dios: el agua, o mejor, su sonido, cercano o en la distancia, verdadera palabra de vida. Así, embriagados de esa agua muy anterior a todo, quizá encontremos la sed que habíamos ido a buscar.
Granada está en mi memoria envuelta en una tibia luz de calima estival, una luz con matices de nieve aun en verano, como si la sola presencia de Sierra Nevada en la distancia bastara para conferirle al aire esa liviandad espectral típica de la alta montaña,cadenciosa en los breves morados y en la resonancia rebajada del amarillo.Si el viajero madruga, lo que es de rigor en vacaciones si se quiere obtener el regalo que toda ciudad entrega entre el alba y la luz primera, obtendrá el don de contemplar la maravilla de unas calles semivacías de gente, pero llenas de un peso que el calor temprano pone en las fachadas barrocas y sonoras de pájaros. Pues Granada ha de verse siguiendo esa ruta diacrónica: el Barroco con el nacer del día, lo demás desde el mediodía hasta las primeras horas de la tarde. Ya de noche, la visita nocturna a la Alhambra sería un justo colofón. Sé que no es común hablar del Barroco granadino en igualdad de términos con el arte nazarí, pero es que yo nací en el Levante y en esas tierras del Sureste el Barroco es el rey. Cuando has crecido viendo en todas partes el pan de oro, los estucos y la imaginería de la Contrarreforma, es sólo de razón que uno acabe, si no por gustar de, sí por entender qué acontece en ese arte. No es menester que diga que a mí me gusta el Barroco, no por las mismas razones por las que me gusta el Románico o el arte musulmán, es cierto, pero si visito una ciudad y ésta tiene arte barroco, no lo dudo, lo visitaré con gusto y, si es posible,nada más alzarse el alba. Es como si ese arte exagerado, cursi y algo banal, requiriera de la menor dosis de luz para poder mostrarse, y eso en una ciudad tan luminosa como Granada es incluso mayor razón. Después del Barroco-hay un hospital hermosísimo en una de las calles principales de la ciudad, no recuerdo ahora su nombre, con habitaciones empotradas en la piedra enrojecida, donde enfermeros sacados directamente de “La montaña mágica” atienden a ancianos o a jóvenes con problemas psíquicos, o al menos eso es lo que dicen las placas colgadas en la puerta,- digo que después del Barroco queda todo lo demás: la catedral, con una deliciosa colección de pintura flamenca, el Albaicín, lujuria de callejuelas estrechas y sucias, paraíso de un silencio con sabor a té o al humo dulzón del narguile, que nos traerá resonancias de Estambul o Alejandría. El final es para la Alhambra. Ya agotado, confuso de sol, llegaremos ,al bajar las luces, al ómphalos granadino, al centro délfico esencial donde todo se dirime. Seguir con los ojos un almocárabe, la caligrafía sobre el yeso, la invocación eterna, Illah al akbar, recorriendo todo el edificio, como una salmodia infinita y recurrente. Pero no nos engañemos. En Granada sólo un hay dios: el agua, o mejor, su sonido, cercano o en la distancia, verdadera palabra de vida. Así, embriagados de esa agua muy anterior a todo, quizá encontremos la sed que habíamos ido a buscar.
martes, 15 de abril de 2008
viernes, 11 de abril de 2008
PROGRAMA Nº25
ARQUÍLOCO DE PAROS
Dice Juan Ferraté, hermano de aquel Gabriel Ferrater del que nos ocupamos en un programa anterior y del que hay una correspondencia con Biedma que considero superior a muchos tratados de Estilística, que entre Arquíloco y Píndaro se observa la misma distancia que entre nuestro Arcipreste de Hita y Góngora, y añade: “y sugiero al lector que se tome muy en serio el paralelo.” No me detendré aquí en lo que el futuro lector, si lo hubiere, haya de saber en torno a nuestro poeta, pues si lo desea, nada más fácil que acudir a esos “Líricos griegos arcaicos” en la editorial Sirmio, o a la mayor “Líricos griegos arcaicos” en Alma mater, o a la “Historia de la literatura griega “ de Albin Lesky, si el deseo es ya irrefrenable. Sólo decirles que entre esos poetas elegíacos,yambógrafos, corales o monódicos, donde hay genios de la altura de Teognis, Solón o Safo, la figura de Arquíloco aparece , a mi entender, señera. Este hombre, que tuvo su acmé alrededor del 650 a.C, no muy lejos de Homero o Hesíodo, si es que ese dato nos puede decir algo, es autor de “restos poemáticos”, de reliquias de sentido- tal como un trozo de porcelana samian romana puede decir algo del jarrón que la envolvía- de una calidad superior. Lo que nos queda es, sin embargo, suficiente y contundente y, además, el mejor indicio de que en arte el progreso es cualquier cosa antes que avance o innovación, mejora o perfeccionamiento. Sólo decirles que la condena de poetas como Píndaro o Heráclito-y los dos son poetas en el sentido en que Wittgenstein es filósofo, lógico y matemático a la vez- es su mejor pasaporte para mi simpatía personal, a pesar de que cuento a los otros dos entre mis apetencias más desordenadas. El yambo, ese metro gamberro de la antigüedad, se prestaba con excelencia al uso y abuso descarnado de una personalidad hecha jirones, ambigua y decadente, si ese adjetivo anacrónico traduce bien la categoría “amejanós” arcaica, incapacidad desesperanzada y alejada de una virtud abarcadora, la de la “gloria”, insoslayable, ápice de la pirámide valorativa griega. Y a la vez es Arquíloco el poeta de la búsqueda de la medida, de una medida quizá distinta a la medida de sus contemporáneos, dotado de una escala distinta y personal. Escuchen:
Corazón, corazón, por pesares invencibles turbado,
Te levanta, y la hostilidad resiste echando en frente
El pecho, a los intentos del enemigo oponte
Firmemente; y no ,venciendo, en mucho te vanaglories
Ni, vencido ,en casa hundiéndote te aflijas,
Sino en las alegrías te alegra y en los males no te apenes
En exceso: sabe que tal es el ritmo que a los hombres tiene.
Disculpen el tono arcaizante de la traducción,. Reconozco que la de Juan Ferraté es más legible y hermosa, aunque carecezca de la dureza del original, una aspereza que, es verdad, me hace recordar a Juan Ruiz y también a Biedma, por alargar la boutade.Y si en nuestra época ya es ejemplo de candidez invocar la lectura de un trozo de poesía que no contenga las fórmulas de lo más reciente, imagino lo que será desearles el acercamiento a Arquíloco, y mucho más, premiarles con este “Himno al sol” descubierto por Vicenio Galilei en 1580, que procedente de manuscritos bizantinos, musica con ingenuidad maravillosa el gran Gregorio Panigua.
Dice Juan Ferraté, hermano de aquel Gabriel Ferrater del que nos ocupamos en un programa anterior y del que hay una correspondencia con Biedma que considero superior a muchos tratados de Estilística, que entre Arquíloco y Píndaro se observa la misma distancia que entre nuestro Arcipreste de Hita y Góngora, y añade: “y sugiero al lector que se tome muy en serio el paralelo.” No me detendré aquí en lo que el futuro lector, si lo hubiere, haya de saber en torno a nuestro poeta, pues si lo desea, nada más fácil que acudir a esos “Líricos griegos arcaicos” en la editorial Sirmio, o a la mayor “Líricos griegos arcaicos” en Alma mater, o a la “Historia de la literatura griega “ de Albin Lesky, si el deseo es ya irrefrenable. Sólo decirles que entre esos poetas elegíacos,yambógrafos, corales o monódicos, donde hay genios de la altura de Teognis, Solón o Safo, la figura de Arquíloco aparece , a mi entender, señera. Este hombre, que tuvo su acmé alrededor del 650 a.C, no muy lejos de Homero o Hesíodo, si es que ese dato nos puede decir algo, es autor de “restos poemáticos”, de reliquias de sentido- tal como un trozo de porcelana samian romana puede decir algo del jarrón que la envolvía- de una calidad superior. Lo que nos queda es, sin embargo, suficiente y contundente y, además, el mejor indicio de que en arte el progreso es cualquier cosa antes que avance o innovación, mejora o perfeccionamiento. Sólo decirles que la condena de poetas como Píndaro o Heráclito-y los dos son poetas en el sentido en que Wittgenstein es filósofo, lógico y matemático a la vez- es su mejor pasaporte para mi simpatía personal, a pesar de que cuento a los otros dos entre mis apetencias más desordenadas. El yambo, ese metro gamberro de la antigüedad, se prestaba con excelencia al uso y abuso descarnado de una personalidad hecha jirones, ambigua y decadente, si ese adjetivo anacrónico traduce bien la categoría “amejanós” arcaica, incapacidad desesperanzada y alejada de una virtud abarcadora, la de la “gloria”, insoslayable, ápice de la pirámide valorativa griega. Y a la vez es Arquíloco el poeta de la búsqueda de la medida, de una medida quizá distinta a la medida de sus contemporáneos, dotado de una escala distinta y personal. Escuchen:
Corazón, corazón, por pesares invencibles turbado,
Te levanta, y la hostilidad resiste echando en frente
El pecho, a los intentos del enemigo oponte
Firmemente; y no ,venciendo, en mucho te vanaglories
Ni, vencido ,en casa hundiéndote te aflijas,
Sino en las alegrías te alegra y en los males no te apenes
En exceso: sabe que tal es el ritmo que a los hombres tiene.
Disculpen el tono arcaizante de la traducción,. Reconozco que la de Juan Ferraté es más legible y hermosa, aunque carecezca de la dureza del original, una aspereza que, es verdad, me hace recordar a Juan Ruiz y también a Biedma, por alargar la boutade.Y si en nuestra época ya es ejemplo de candidez invocar la lectura de un trozo de poesía que no contenga las fórmulas de lo más reciente, imagino lo que será desearles el acercamiento a Arquíloco, y mucho más, premiarles con este “Himno al sol” descubierto por Vicenio Galilei en 1580, que procedente de manuscritos bizantinos, musica con ingenuidad maravillosa el gran Gregorio Panigua.
miércoles, 9 de abril de 2008
lunes, 7 de abril de 2008
LUIS DE GÓNGORA
A Góngora yo me lo imagino solitario, altivo, huraño, lleno de un orgullo cándido y a la vez insaciable, consciente de estar haciendo algo que el resto se niega a entender, a aceptar en lo que vale. La poesía de Góngora es hermana de las vicisitudes del Lazarillo, de los personajes del Quijote y de los Sueños de Quevedo. Se ha dicho hasta la saciedad que son el reflejo exacto de una sociedad en crisis, de un Imperio que se desmorona, la lengua en desintegración también. Es muy posible que todo sea cierto, pero no lo es menos que Góngora es uno de los frutos tardíos e hiperrealistas del Renacimiento, al fin y al cabo, sólo alguien que aspira a escribir en castellano como Virgilio en latín. Si nos fijamos bien- y es una tontería que Dámaso Alonso “tradujera” a Góngora para un imposible uso y disfrute nuestro-, el español de las Soledades o el Polifemo se entiende a la perfección con un par de nociones de sintaxis latina, pues su dificultad no es conceptual sino rítmica. No es casualidad que fuera una generación de poetas, la del 27, pero antes Cervantes o Mallarmé, los que más o menos entregados a ella celebraran al unísono la poesía de Góngora, pues en ella se celebra el ritual por excelencia de la literatura: el lenguaje reflejado en sus espejos. Góngora ha sido celebrado y repudiado a impulsos iguales y su reputación asciende o baja “según disposición del tiempo”, como quería Anaximandro. Y no hay que olvidar que Góngora fue autor de algunos de los poemas de corte popular más hermosos del Barroco. Decía don Antonio Machado que el lenguaje en Góngora era “enajenador”, y quizá también tuviera razón, en el sentido en que se podría decir de James Joyce o Juan Benet. En América el llamado “gongorismo” o “culteranismo” arraigó y se extiende desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta la prosa de Lezama Lima. En España nunca son buenos los tiempos para este poeta, por muchos centenarios que de él se celebren. Sus poemas son una compleja urdimbre de temas y tonos en perfecta sintonía y de prodigioso armazón sonoro. Escuchen el principio de la Soledad Primera:
Era del año la estación florida
En que el mentido robador de Europa
—Media luna las armas de su frente,
Y el Sol todo los rayos de su pelo—,
Luciente honor del cielo,
En campos de zafiro pace estrellas,
Cuando el que ministrar podía la copa
A Júpiter mejor que el garzón de Ida,
—Náufrago y desdeñado, sobre ausente—,
Lagrimosas de amor dulces querellas
Da al mar; que condolido,
Fue a las ondas, fue al viento
El mísero gemido,
Segundo de Arïón dulce instrumento.
Qué humilde belleza y qué afán de máscaras, el barroco.
A Góngora yo me lo imagino solitario, altivo, huraño, lleno de un orgullo cándido y a la vez insaciable, consciente de estar haciendo algo que el resto se niega a entender, a aceptar en lo que vale. La poesía de Góngora es hermana de las vicisitudes del Lazarillo, de los personajes del Quijote y de los Sueños de Quevedo. Se ha dicho hasta la saciedad que son el reflejo exacto de una sociedad en crisis, de un Imperio que se desmorona, la lengua en desintegración también. Es muy posible que todo sea cierto, pero no lo es menos que Góngora es uno de los frutos tardíos e hiperrealistas del Renacimiento, al fin y al cabo, sólo alguien que aspira a escribir en castellano como Virgilio en latín. Si nos fijamos bien- y es una tontería que Dámaso Alonso “tradujera” a Góngora para un imposible uso y disfrute nuestro-, el español de las Soledades o el Polifemo se entiende a la perfección con un par de nociones de sintaxis latina, pues su dificultad no es conceptual sino rítmica. No es casualidad que fuera una generación de poetas, la del 27, pero antes Cervantes o Mallarmé, los que más o menos entregados a ella celebraran al unísono la poesía de Góngora, pues en ella se celebra el ritual por excelencia de la literatura: el lenguaje reflejado en sus espejos. Góngora ha sido celebrado y repudiado a impulsos iguales y su reputación asciende o baja “según disposición del tiempo”, como quería Anaximandro. Y no hay que olvidar que Góngora fue autor de algunos de los poemas de corte popular más hermosos del Barroco. Decía don Antonio Machado que el lenguaje en Góngora era “enajenador”, y quizá también tuviera razón, en el sentido en que se podría decir de James Joyce o Juan Benet. En América el llamado “gongorismo” o “culteranismo” arraigó y se extiende desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta la prosa de Lezama Lima. En España nunca son buenos los tiempos para este poeta, por muchos centenarios que de él se celebren. Sus poemas son una compleja urdimbre de temas y tonos en perfecta sintonía y de prodigioso armazón sonoro. Escuchen el principio de la Soledad Primera:
Era del año la estación florida
En que el mentido robador de Europa
—Media luna las armas de su frente,
Y el Sol todo los rayos de su pelo—,
Luciente honor del cielo,
En campos de zafiro pace estrellas,
Cuando el que ministrar podía la copa
A Júpiter mejor que el garzón de Ida,
—Náufrago y desdeñado, sobre ausente—,
Lagrimosas de amor dulces querellas
Da al mar; que condolido,
Fue a las ondas, fue al viento
El mísero gemido,
Segundo de Arïón dulce instrumento.
Qué humilde belleza y qué afán de máscaras, el barroco.
CRÓNICA DE UN VERANO
JEAN ROUCH/EDGAR MORIN
ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD
Desde los parámetros existencialistas y con lente estructuralista, Rouch/Morin nos confrontan en esta película de 1961 con un ejercicio de conocimiento fílmico en el que la palabra y el cuerpo están perfectamente imbricados. Llegar al otro, percibir al otro es un acto comprehensivo en el que el cuerpo habla y el lenguaje incorpora, gesto a gesto, todo el espectro significativo. Desde los documentales etnográficos en Africa de Rouch llegamos a un ejemplo de cine- verdad que no pretende enfrentar la realidad y la ficción, como suele el documento, sino que los pone a funcionar sin límites previos. Así el hiperrealismo de lo narrado, su exceso, degenera en abstracción; la realidad, saturada, es, a partir de cierto momento, un mero acto de maquillaje, su máscara.Y si acaso creíamos erróneamente que ser veraz era menos facticio que actuar desde unas señales, acabamos entendiendo, tras el filme de Rouch, que la mayor ficción es un prurito de veracidad. Lo verosímil, to mesotés, donde la realidad y la ficción limitan,-el arte así el fin de una manera que en Grecia lo ampara todo, desde la ética hasta la política, también un plano de significación no “a la mano”. Imaginen una de las escenas finales: quieren los actores (que ya no lo son), en un cine,-pero son actores de otra película dentro de la película,desvaídos los márgenes de realidad- ver en sus máscaras veracidad, cuando los espectadores(también actores ahora) descubren la flagrante impostura.La charla final de Rouch/Morin es ejemplar. De nada sirve querer captar la realidad mediante un instrumento que tiene en su esencia una mera capacidad reflejante. Si la cámara interviene, es ya un personaje y su percepción está condicionada por lo que ve, nunca ya mirada inocente.En el cinema veritá sólo la desnudez antirrepresentativa (un rostro del pueblo extraído por Pasolini y que simplemente mira, hierático, inefable) o la dirección absoluta (los niños de Kiarostami) pueden remedar la verosimilitud. Eso se obtiene a cambio de no extraer conocimiento, sólo arte. Kant lo dijo a la perfección: el juicio estético no dice nada del objeto. No dice nada, sólo lo representa, lo imita, lo pone a funcionar delante de los ojos en una traducción eficaz de lo real. En los múltiples espejos de la ficción anida lo real. Basta con no errar el disparo.
JEAN ROUCH/EDGAR MORIN
ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD
Desde los parámetros existencialistas y con lente estructuralista, Rouch/Morin nos confrontan en esta película de 1961 con un ejercicio de conocimiento fílmico en el que la palabra y el cuerpo están perfectamente imbricados. Llegar al otro, percibir al otro es un acto comprehensivo en el que el cuerpo habla y el lenguaje incorpora, gesto a gesto, todo el espectro significativo. Desde los documentales etnográficos en Africa de Rouch llegamos a un ejemplo de cine- verdad que no pretende enfrentar la realidad y la ficción, como suele el documento, sino que los pone a funcionar sin límites previos. Así el hiperrealismo de lo narrado, su exceso, degenera en abstracción; la realidad, saturada, es, a partir de cierto momento, un mero acto de maquillaje, su máscara.Y si acaso creíamos erróneamente que ser veraz era menos facticio que actuar desde unas señales, acabamos entendiendo, tras el filme de Rouch, que la mayor ficción es un prurito de veracidad. Lo verosímil, to mesotés, donde la realidad y la ficción limitan,-el arte así el fin de una manera que en Grecia lo ampara todo, desde la ética hasta la política, también un plano de significación no “a la mano”. Imaginen una de las escenas finales: quieren los actores (que ya no lo son), en un cine,-pero son actores de otra película dentro de la película,desvaídos los márgenes de realidad- ver en sus máscaras veracidad, cuando los espectadores(también actores ahora) descubren la flagrante impostura.La charla final de Rouch/Morin es ejemplar. De nada sirve querer captar la realidad mediante un instrumento que tiene en su esencia una mera capacidad reflejante. Si la cámara interviene, es ya un personaje y su percepción está condicionada por lo que ve, nunca ya mirada inocente.En el cinema veritá sólo la desnudez antirrepresentativa (un rostro del pueblo extraído por Pasolini y que simplemente mira, hierático, inefable) o la dirección absoluta (los niños de Kiarostami) pueden remedar la verosimilitud. Eso se obtiene a cambio de no extraer conocimiento, sólo arte. Kant lo dijo a la perfección: el juicio estético no dice nada del objeto. No dice nada, sólo lo representa, lo imita, lo pone a funcionar delante de los ojos en una traducción eficaz de lo real. En los múltiples espejos de la ficción anida lo real. Basta con no errar el disparo.
jueves, 3 de abril de 2008
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