L.W.
La última proposición del Tractatus levanta una empalizada insalvable; a un lado queda el libro recién acabado con sus proposiciones en desarrollo y al otro la oscuridad de lo inefable. Y sin embargo, quizá éso último sea lo más importante, “el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo puedo expresar”. Una vez que se ha dicho lo que se puede decir, una vez resuelto el problema, del pozo emerge la respuesta inaudible de lo místico, esto es “sentir el mundo como un todo limitado”. Fuera de la cueva se halla lo ilimitado, llámese ética, estética, religión e incluso lógica, pero la lógica encuentra su enlace con el mundo en la relación especular que mantiene con las proposiciones de lo fable, y de ellas, principalmente las de las ciencias naturales; el resto es ver el mundo sub specie aeternitatis, lo inhumano, lo que no nos pertenece. “De lo que no se puede hablar mejor es callar” es la última y única proposición del Tractatus sin desarrollo, es el límite del silencio, la zona cero de lo decible: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento”. Eso es el Tractatus, el Evangelio según San Ludwig, tan spinoziano desde el título hasta el método, aunque carezca del despliegue lógico de Spinoza, con esa secuencia de proposiciones autoevidentes y dotadas de simplicidad y fuerza casi oracular.Visto así, hay algo de Platón y de Kant en Wittgenstein, del primero su dualismo, del segundo la busca de un suelo epistemológico, pero incluso más aún de la sequedad espiritual de los monsieurs de Port Royal, de Pascal y también de Kierkegaard. El Círculo de Viena le adoptó como pensador fetiche y los analistas lógicos le miraron con una mezcla de incredulidad y asombro. Es difícil olvidar la brillantez de diamante de sus axiomas en el Tractatus o sus largos párrafos descuidados en las Investigaciones Filosóficas; además, tiene de los maestros de verdad de la antigüedad esa escisión entre los textos exotéricos y los más íntimos, con múltiples variantes textuales, escolios y recensiones. Según él, la filosofía sólo admitía una labor terapéutica, desbrozadora, elucidatoria, pues la única solución es hacer desaparecer el problema. Sin duda fue siempre un hombre sincero y eso le da cierto sesgo romántico a su búsqueda: uno lo imagina en las trincheras encomendán- dose a Dios, leyendo a Tolstoi o escribiendo en clave en uno de sus cuadernos secretos los últimos deseos irreprimibles e impronunciables. Dice Richard Rorty en alguna parte que Wittgenstein llegó al punto de partida de Heidegger y éste al de salida de Ludwig, cerrando así el círculo de cierta filosofía alemana. Frecuentemente se habla de una palinodia, de una retractación en la obra de Wittgenstein, una salida al llano desde las alturas heladas del Tractatus.¿Qué sería esto sino la parousía, la definitiva encarnación del Verbo entre los hombres, el paso del Viejo al Nuevo Testamento? Me gusta mucho cómo lo expresa Josep Casals en su libro “Afinidades vienesas”: “Tanto en Valéry como en Wittgenstein ha habido un paso desde la eternidad del genio o la pureza del silencio(…)al presente imperfecto y cambiante de la acción: Le vent se lève. Il faut tenter de vivre.” Para mí, queda en la memoria ése “Qué altas van aquí las olas del lenguaje” escrito en las Investigaciones. Entre el orden y el naufragio anida la deriva.
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