viernes, 28 de marzo de 2008

CLAUDIO RODRÍGUEZ


Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo —esto es un don—, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.


Hoy me he permitido empezar por lo mejor, por los versos mismos, no sintiéndome muy capaz de igualar el comienzo de este primer poema del primer libro de Claudio Rodríguez, poeta de la estirpe de Aldana y Medrano en lengua española, y en otras, de Keats, Dylan Thomas y los metafísicos italianos: Montale, Ungaretti o Quasimodo. Poeta místico, aunque él no lo aceptara, creador desde la palabra hacia las afueras del sentido, “la palabra funda el poema” dice en algún lugar, y también “lo importante es la aventura del lenguaje y el pensamiento a través de la palabra”. De él dijo Aleixandre tras leer su primer libro, ese del que extraigo el poema con el que comenzaba: “No volverás a escribir”. Y esto, que molestó mucho a Claudio Rodríguez, no es sino la clave con que han de leerse todas las líneas de este poeta del límite, como si lo dicho fuera acaso lo último por decirse. Aleixandre lo aventuró porque Claudio Rodríguez era apenas un joven de diecisiete años cuando empezó ese libro, Don de la ebriedad, y no le parecía a él que después de tanto se pudiera recobrar el aliento con facilidad. Se equivocó y detrás vinieron otros libros. De su propia obra no gustó de hablar este poeta, quizá porque, como él mismo afirma: “… no se puede contemplar la propia autopsia.”, pero habló mucho y bien de otros-vean si no “La otra palabra” , volumen que recoge sus escritos en prosa y varias entrevistas. De él puede decirse el verso de Rimbaud: “Je suis maître du silence”. Basta.

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