domingo, 27 de mayo de 2012

LUZ DE LABERINTO

LUZ DE LABERINTO (Tres atisbos) “Det är hans liv, det är hans labyrint.” (Es su vida. Es su laberinto.) (Tomas Tranströmer) I. Hay luces que pasan y luces de hoja perenne que se quedan. Pasa la luz de los ojos conocidos, la luz que enseña su aleta unos segundos, se hunde bajo la amura y rauda desaparece; pasa la luz de las palabras una vez oídas, sonidos que gotean en la memoria, estalagmita, clepsidra ahora de silencio; pasa la luz de lo que hicimos, barca sin luces arrastrando su distancia. Pero hay una luz que sigue, una luz que entre allá y acá se alimenta de sí misma, igual que los ojos de Beatriz se nutren de la luz primera y Dante a su vez de los ojos de Beatriz, las tres conformando un hilo que tensa los tercetos hasta su primer esplendor. Es muy posible que estuviera en lo cierto aquel medieval, Roberto Grosseteste, de quien Edgar de Bruyne recoge lo siguiente: “la percepción de la luz…encuentro armonioso entre dos luces, la del mundo físico y la de la conciencia.”, y entonces esa luz sería algo así como un ser de dos mundos, a caballo de lo epifánico y lo oculto. Esta parecería ser la luz del arte, ese hilo de luz que se devana bajo un hipogeo mientras se enhebran las estaciones del mito, tiempo cíclico de lo que nunca sucede. Pues el arte es mito antes que logos, y como en él, el dominio de la forma no acaba con la investigación de lo celado, es más, en lo formal se contiene el impulso, la fuerza que hace emerger lo particular, lo separado que se encuentra individuo en un entorno formado, si bien desregulado, desarreglado. Pero ¿puede el doríforo suponer lo que él ya es y también lo particular no típico, el dolor que cada quien se topa y sanciona en lo velado, celado, celosía, cela? La celosía es la antesala de lo aún no visto, sólo atisbado en la imaginación, el misterio mostrado pero asemántico, pues sólo hay sema en la expresión de ese sema. Ser anfibio la luz, limen de la aventura del corazón y también su meta. II. Se puede perder la vida en la procura de esta luz, la luz, o su eco, o el zumo de su zumo, respirando invisible en las grietas que conforman su vedegambre, en unos pies que danzan sobre el muro, unos dedos que parecen auscultar su propia factura. Stipo Pranyko pertenece sin duda a la estirpe de los buscadores de luz, una luz que con el tiempo y el oficio, el fondo y la forma del arte, no hay otras, ha ido desvelándose, debelándose, desnudándose hacia su “alezeia”, ese concepto del que nace todo, o mejor, ese no-concepto, pues alienta antes en el umbral, en los límites que en la plena ejecución, primero el acto de descorrer el cortinaje que la visión ya entregada y completa, impulso que niega lo precedente para viajar más lejos. Cuántas veces miraría en su infancia Stipo Pranyko el blanco de la masa del trigo purificado por el fuego hacia lo comible, el blanco de las cúpulas de su ciudad natal chorreando luz, una luz recién inaugurada pero siempre con anuncios de antaño. El sentimiento tangible de lo blanco, “el obsesivo blanco” en palabras de un poeta que le es caro, Ungaretti, es idéntico al descubrimiento de la luz, como el agua del río es idéntica al agua del mar al mezclarse ambas y devenir una en esa zona mezclada, agua a la vez entrante y saliente. El blanco, la luz en estado sólido, el mismo de la Porciúncula y los muros de Piero, de las cúpulas y las casas encaladas, Rovinj o Lanzarote. Pero con eso no basta todavía. Hay que escuchar a ese blanco, escucharlo como sólo se escucha una confidencia definitiva. Entonces puede emprenderse la travesía, ese es el instante en que se deshace la pavura de entregarse por completo en el hálito y puede descansarse entonces en “el olvido de la duración”. Creo recordar que Jean Renoir decía algo así como que la verdadera inteligencia era abstracta y que la mímesis o imitación de lo real sólo vino a vulgarizar las cosas, y aunque suene a contradicción, a desrealizarlas. ¿Quién sabe? Nada más abstracto que la luz, nada menos fable, y sin embargo tampoco aquí merece plantar las tiendas. Hay que seguir hasta el rincón en que, a distancias iguales, la luz se petrifica en cuerda, en cabo que conduce de estancia a estancia, ora amenazando con perdernos, ora con sacarnos de su coagulación propia. La luz coagulada asoma en cada lienzo de Stipo Pranyko, brota con naturalidad de hongo, madera de la madera, para luego aspirar a la visión por la escala de un instante detenido. Esa escala con frecuencia se halla entre las cosas: aquí una cuchara donde el momento arrecia, allí un despliegue de velas donde el viento guía al viento como solo remero, acá el tumor benigno de un halo que se alarga para anotar la distancia que separa la luz de la luz. III. Cuando ya todo se ha mirado, cuando lo dicho y lo pordecir, lo visto y lo porver gotean silenciosos desde la bóveda, es el momento epifánico en que el blanco retorna a su escisión anterior,el abismo que separa el laberinto de su salida. En ese mismo laberinto Stipo me condujo de la mano un día hacia su centro, el “omphalos”, y ahí, bañados de una luz sobreabundante, dijo unas palabras que sonaron a mis oídos a salmodia, tal vez al sonido prelingüístico de la voz de la Sibila, cuando se escuchaba aquello que se había ido a saber además de aquello que nunca se sabría; de esa mezcla de gnosis y olvido ascendían a la superficie los mensajes. Porque convenía que todo esto yo lo supiera sólo un momento, lo justo para saber que nunca más querría escucharlo. No conviene conocer los fines; por eso, de la sintaxis parcheada, del vocabulario en exilio de sí mismo del hombre Stipo Pranyko, sólo he logrado retener el rumor de un oleaje muy sereno, más el olor que la visión. ¿Qué se podría decir frente a una desnudez tamaña? No sé nada de pintura, así que lo que yo me oigo decir es lo siguiente : mira, mira y oye cómo suena, porque esto se ha dicho de una vez por todas y no debe olvidarse. Qué importan aquí la técnica o el virtuosismo, cuando el meollo del asunto ha sido desandar lo andado, regurgitar siempre el mismo ofidio ante las mismas crías. Lo que esta pintura, o lo que sea, nos devuelve ha sido sometido a la sintaxis candeal de un destino mansamente devorado, ha hecho del hacedor un comedor de blancos, como el amante comía las cartas hechas trozos en la copa, en su cárcel de amor. ¿Qué pasaría si el constructor del enigma fuera a la vez el preso y el carcelero, el héroe y el minotauro, el arquitecto y el hijo que cae lentamente entre las aguas? Nadie verá un blanco de Pranyko sin saber que ése que es el blanco de la vida es también el blanco de la muerte, el amarillo Delft de la extinción. Yo presumo que lo que me dijo ese hombre en aquella gruta no divergía mucho de esto último: mira la luz porque no hay nada más que mirar, por tan poca cosa se da la vida, por este exiguo botín nos hemos desvivido. Puede decirse adiós en paz al arte cuando se saben estas cosas. Y aquí se da el milagro, porque lo que Stipo Pranyko ata y desata habla más de los ojos conocidos, de las palabras oídas, de las cosas hechas que de la misma luz, y sin embargo, bajo el olor a blanco asoma su pie lo sagrado, lo anterior a todo, la selva o el desierto de la luz primera. ¿Quién se atreverá a traducir esa luz, qué mano se hundirá entre las imágenes para sacar a la superficie la moneda del significado? Entre la vida y la muerte, entre lo desvelado y el olvido, la luciérnaga de lo eterno.

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