jueves, 12 de marzo de 2009
domingo, 1 de marzo de 2009
BATALLA EN LA LUZ
Sólo necesitan saber que Carlos Reygadas es un joven mexicano de 37 años que hace películas con una valentía y un talento inusado. Yo me atrevo a decir que he visto en sus películas algo de Peckinpah, algo de Sokurov, algo de Tarkovski, algo de Cassavettes, algo de Kaurismaki, algo de Buñuel, algo incluso de Dreyer. Sí, ya sé que son muchas las influencias que planteo y que quizá algunas no estén muy claras, pero no he podido evitar que Japón, Batalla en el cielo y Luz silenciosa me conmocionaran de una manera similar a como los directores que arriba menciono lo habían hecho anteriormente.Está Peckinpah por la manera en que los personajes reaccionan “a contracorriente” en las escenas de sexo, mostrando el lado oscuro y a la vez el más espiritualizador, el que hace estallar las costuras del prejuicio( ahí mismo está lo que pasa en las escenas de Buñuel que acontecen tras la puerta, lo que no vemos ((imaginen una película hecha de los trozos no filmados)); de Sokurov y por supuesto de Tarkovski, la emergencia de la luz que descubre, la luz epifánica reveladora de resquicios; de Cassavettes el diálogo anterior al diálogo, o el diálogo cuando ya ha muerto el diálogo; de Kaurismaki, la posibilidad de que los rostros sean más piedra que carne y no por ello menos humanos;
de Dreyer el hálito taumatúrgico que exhalan las palabras al ser traspasadas por la luz.La cámara de Reygadas visita a los personajes, les lame como una bestia hambrienta y muy dócil; ellos se dejan hacer y viven o buscan una muerte que a veces se demora en un atardecer o en una felación. La luz que emerge del sexo ilumina por segundos las ruinas de un mundo detenido, de una historia donde sólo se nos concede la limosna de los efectos, la caridad de las elipsis. Carlos Reygadas es un franciscano de la estirpe de Pasolini y la cara estática del “gordito” Marcos con Ana atrapada en su cintura, el cuerpo lascivo todavía, cosificado y a la vez espiritual, de la viejita de Japón, es otra vuelta de tuerca en la posibilidad de morir sin rendir cuentas, o al menos no demasiadas y sólo a uno mismo. La violencia no aparece más que en los ojos, la expresa la música antes que las manos, y cuando aparece es salvífica, una prolongación del sexo. Y sin embargo, Reygadas tendrá que hacer cinco o seis películas más hasta que se libre de todo el lastre anterior, pues aún se le adivinan los andamios y a veces es deliciosamente torpe. En cualquier caso, ojalá no pierda el aire monacal y subversivo que antaño recorría las películas de Bresson.
Sólo necesitan saber que Carlos Reygadas es un joven mexicano de 37 años que hace películas con una valentía y un talento inusado. Yo me atrevo a decir que he visto en sus películas algo de Peckinpah, algo de Sokurov, algo de Tarkovski, algo de Cassavettes, algo de Kaurismaki, algo de Buñuel, algo incluso de Dreyer. Sí, ya sé que son muchas las influencias que planteo y que quizá algunas no estén muy claras, pero no he podido evitar que Japón, Batalla en el cielo y Luz silenciosa me conmocionaran de una manera similar a como los directores que arriba menciono lo habían hecho anteriormente.Está Peckinpah por la manera en que los personajes reaccionan “a contracorriente” en las escenas de sexo, mostrando el lado oscuro y a la vez el más espiritualizador, el que hace estallar las costuras del prejuicio( ahí mismo está lo que pasa en las escenas de Buñuel que acontecen tras la puerta, lo que no vemos ((imaginen una película hecha de los trozos no filmados)); de Sokurov y por supuesto de Tarkovski, la emergencia de la luz que descubre, la luz epifánica reveladora de resquicios; de Cassavettes el diálogo anterior al diálogo, o el diálogo cuando ya ha muerto el diálogo; de Kaurismaki, la posibilidad de que los rostros sean más piedra que carne y no por ello menos humanos;
de Dreyer el hálito taumatúrgico que exhalan las palabras al ser traspasadas por la luz.La cámara de Reygadas visita a los personajes, les lame como una bestia hambrienta y muy dócil; ellos se dejan hacer y viven o buscan una muerte que a veces se demora en un atardecer o en una felación. La luz que emerge del sexo ilumina por segundos las ruinas de un mundo detenido, de una historia donde sólo se nos concede la limosna de los efectos, la caridad de las elipsis. Carlos Reygadas es un franciscano de la estirpe de Pasolini y la cara estática del “gordito” Marcos con Ana atrapada en su cintura, el cuerpo lascivo todavía, cosificado y a la vez espiritual, de la viejita de Japón, es otra vuelta de tuerca en la posibilidad de morir sin rendir cuentas, o al menos no demasiadas y sólo a uno mismo. La violencia no aparece más que en los ojos, la expresa la música antes que las manos, y cuando aparece es salvífica, una prolongación del sexo. Y sin embargo, Reygadas tendrá que hacer cinco o seis películas más hasta que se libre de todo el lastre anterior, pues aún se le adivinan los andamios y a veces es deliciosamente torpe. En cualquier caso, ojalá no pierda el aire monacal y subversivo que antaño recorría las películas de Bresson.
VIRGINIA BAJO LAS AGUAS
“Espero que todo vaya bien. Debemos tener paciencia. No puedo hacer otra cosa que llorar pensando cómo le pondrán en la tierra fría. Mi hermano ha de saberlo. Os agradezco vuestros buenos consejos. Ven, mi cochero.Buenas noches, señoras, buenas noches, dulces señoras, buenas noches, buenas noches.” Son palabras de Ofelia en la Escena V del Acto IV de Hamlet. Hay algo en esa mezcla de previsión y despedida que está en las mujeres creadas por Virginia Woolf, esa manera bifronte, jánica de mirar, también la de Eurídice a la salida del Hades. Mrs Dalloway, Rhoda, Mrs Ramsay, mujeres que cruzan vadeando día a día un río imaginario que desemboca en un río Ouse real. Es el año 1941 y ya han pasado los fastos de Bloomsbury, la brillantez de las líneas, mucho más patéticas bajo las bombas, escritas por George Edward Moore en su Principia Ethica, título de sabor analítico, sólo sabor, pues su aroma se remonta a Ruskin o a Walter Pater y los prerrafaelitas. Escribió Moore: “Con mucho, lo más valioso, que conocemos o podemos imaginar, son ciertos estados de conciencia que, de un modo aproximado, pueden describirse como los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos…Puede decirse que, en efecto, se trata de una simple verdad reconocida universalmente. Lo que no se ha reconocido es que constituye la verdad última y fundamental de la Filosofía moral.” Parecería que estuviéramos oyendo a Lucrecio o a su maestro Epicuro; pues bien, en ese ambiente se crió y educó Virginia, y mantener esa dicha fue su lucha a través de palabras y páginas que cada vez se fueron haciendo más impersonales, algo así como un suicidio por sintaxis. Hay páginas de Las olas donde Virginia se despide de nosotros, como Ofelia, y la voz se ocupa del resto, de guiarnos, verdadera Anagkí, Necesidad. Frente a la Virginia particular, la de Orlando por ejemplo, está la escritora que aspiraba a la obra máxima, una de las últimas hacedoras del “gran estilo.” Su hermana Vanesa Bell la pintó en un salón difuminado, con un rostro vacío de facciones. Esto lo vio Harold Bloom cuando dijo: “ Sus visiones no son privilegiadas …sino fatales, pues surgen en el límite donde la percepción y la sensación ceden a la disolución.” Virginia está asociada en mi recuerdo a Jane Austen, a Sylvia Plath, a Emily Dickinsom, a las hermanas Brontë.Entre 1915, con El viaje lejano, y 1941, con Entreactos, Virginia viajó desde los acantilados de Cornwall a las aguas del Ouse. Yo la veo siempre como en un retrato de 1902, con veinte años, de perfil, muy delgada, de sentimientos imprecisos y a la vez exactos, como habría querido Moore.
“Espero que todo vaya bien. Debemos tener paciencia. No puedo hacer otra cosa que llorar pensando cómo le pondrán en la tierra fría. Mi hermano ha de saberlo. Os agradezco vuestros buenos consejos. Ven, mi cochero.Buenas noches, señoras, buenas noches, dulces señoras, buenas noches, buenas noches.” Son palabras de Ofelia en la Escena V del Acto IV de Hamlet. Hay algo en esa mezcla de previsión y despedida que está en las mujeres creadas por Virginia Woolf, esa manera bifronte, jánica de mirar, también la de Eurídice a la salida del Hades. Mrs Dalloway, Rhoda, Mrs Ramsay, mujeres que cruzan vadeando día a día un río imaginario que desemboca en un río Ouse real. Es el año 1941 y ya han pasado los fastos de Bloomsbury, la brillantez de las líneas, mucho más patéticas bajo las bombas, escritas por George Edward Moore en su Principia Ethica, título de sabor analítico, sólo sabor, pues su aroma se remonta a Ruskin o a Walter Pater y los prerrafaelitas. Escribió Moore: “Con mucho, lo más valioso, que conocemos o podemos imaginar, son ciertos estados de conciencia que, de un modo aproximado, pueden describirse como los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos…Puede decirse que, en efecto, se trata de una simple verdad reconocida universalmente. Lo que no se ha reconocido es que constituye la verdad última y fundamental de la Filosofía moral.” Parecería que estuviéramos oyendo a Lucrecio o a su maestro Epicuro; pues bien, en ese ambiente se crió y educó Virginia, y mantener esa dicha fue su lucha a través de palabras y páginas que cada vez se fueron haciendo más impersonales, algo así como un suicidio por sintaxis. Hay páginas de Las olas donde Virginia se despide de nosotros, como Ofelia, y la voz se ocupa del resto, de guiarnos, verdadera Anagkí, Necesidad. Frente a la Virginia particular, la de Orlando por ejemplo, está la escritora que aspiraba a la obra máxima, una de las últimas hacedoras del “gran estilo.” Su hermana Vanesa Bell la pintó en un salón difuminado, con un rostro vacío de facciones. Esto lo vio Harold Bloom cuando dijo: “ Sus visiones no son privilegiadas …sino fatales, pues surgen en el límite donde la percepción y la sensación ceden a la disolución.” Virginia está asociada en mi recuerdo a Jane Austen, a Sylvia Plath, a Emily Dickinsom, a las hermanas Brontë.Entre 1915, con El viaje lejano, y 1941, con Entreactos, Virginia viajó desde los acantilados de Cornwall a las aguas del Ouse. Yo la veo siempre como en un retrato de 1902, con veinte años, de perfil, muy delgada, de sentimientos imprecisos y a la vez exactos, como habría querido Moore.
PRIMEROS DATOS DEL HUÉSPED
Me lo dijo un amigo, a la salida del cine, hace casi veinte años: “A veces, cuando yo ya estoy cansado y empiezo a aburrirme de mí mismo, cuando me he pasado con las copas y se me empiezan a nublar los deseos, entonces, cuando estoy a punto de irme a casa, oigo que me dicen al oído, igual que a Sócrates su daímon: No te preocupes, yo me ocupo. Déjame a mí. Y al oír esas palabras, me invadía tal placidez y felicidad que era como si todo el alcohol se evaporara, el cansancio se diluyera, y alguien, mucho más fuerte y mejor que yo cogiera las riendas de lo que soy” . Estas palabras a la vez magníficas y aterradoras las olvidé hasta que apareció, años después, un poemilla publicado en La Gaceta de Salamanca, un periódico local. Lo firmaba un tal Martín Mirarbueno, por aquel entonces estudiante con los jesuitas y experto en Francisco de Vitoria y en la filosofía neoescolástica de Bálmez. El poema estaba escrito en inglés y más que un poema a mí me pareció una especie de canción a la que han privado de la música. Decía así (y aquí traduzco a español) y su título era “El huésped de la 23”:
No te pongas así
Si el mes que dulcemente fluye
Pone una mesa inesperada
En medio de tu corazón voluminoso
Un nuevo inquilino deshace sus maletas
No te pongas así
Si la estación maleducada
Te presenta a ti la cuenta de otro
A primeras horas de la mañana
Prenderá fuego a la habitación
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
No seas brusco ni malhumorado
Más bien humilde de corazón
Ya verás cómo al final
Os dais la mano
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
Vamos hombre
No te pongas así
Él es un fugitivo
Y sabe que abril no va a durar para siempre
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
Me lo dijo un amigo, a la salida del cine, hace casi veinte años: “A veces, cuando yo ya estoy cansado y empiezo a aburrirme de mí mismo, cuando me he pasado con las copas y se me empiezan a nublar los deseos, entonces, cuando estoy a punto de irme a casa, oigo que me dicen al oído, igual que a Sócrates su daímon: No te preocupes, yo me ocupo. Déjame a mí. Y al oír esas palabras, me invadía tal placidez y felicidad que era como si todo el alcohol se evaporara, el cansancio se diluyera, y alguien, mucho más fuerte y mejor que yo cogiera las riendas de lo que soy” . Estas palabras a la vez magníficas y aterradoras las olvidé hasta que apareció, años después, un poemilla publicado en La Gaceta de Salamanca, un periódico local. Lo firmaba un tal Martín Mirarbueno, por aquel entonces estudiante con los jesuitas y experto en Francisco de Vitoria y en la filosofía neoescolástica de Bálmez. El poema estaba escrito en inglés y más que un poema a mí me pareció una especie de canción a la que han privado de la música. Decía así (y aquí traduzco a español) y su título era “El huésped de la 23”:
No te pongas así
Si el mes que dulcemente fluye
Pone una mesa inesperada
En medio de tu corazón voluminoso
Un nuevo inquilino deshace sus maletas
No te pongas así
Si la estación maleducada
Te presenta a ti la cuenta de otro
A primeras horas de la mañana
Prenderá fuego a la habitación
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
No seas brusco ni malhumorado
Más bien humilde de corazón
Ya verás cómo al final
Os dais la mano
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
Vamos hombre
No te pongas así
Él es un fugitivo
Y sabe que abril no va a durar para siempre
Es el huésped de la 23
¿Acaso no buscabas un lugar para esconderte?
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