SOMOS LAS PALABRAS
Siempre he pensado que el arte, como quizá también el oficio de espía o la pesca en Gran Sol, predispone a la muerte, y dentro del arte, el trato habitual con las palabras quizá conmocione de una manera particularmente propicia que conduzca al gran salto.Al fin y al cabo las palabras son ya, fuera de su funcionalidad más rudimentaria y común, reliquias del signo, ruinas al sol, baile de runas. Dentro de los manejadores de palabras, quizá sean los poetas los más tentados a ejercitar el noble arte del suicidio, pues quizá la muerte, como el mito y la religión, consituye una provincia del verso, un territorio que sólo bajo el puño dócil del verso accede a su control. Y aun dentro de los poetas, hay algunos para quienes la muerte acontece casi desde fuera, como un elemento extraño cualquiera con el que de repente se topan, como si no hubiera estado todo el rato rondando sobre las pilas de líneas tal un buitre; para otros en cambio, la muerte es el desenlace natural de sus obras, el finis terrae de sus versos. Una poetisa de esta clase es Marina Tsvietáieva, quien ya a los diecisiete decía :” Amo la cruz, la seda, la coraza. /Mi alma es una huella del instante./ La infancia que me diste es mejor que una historia./ No me niegues la muerte, ahora, ¡a los diecisiete!” Que no se asusten las madres y padres de futuros/as poetas o poetisas, que no piensen que en alta poesía lo primero es morir y luego cargarse de razón, como decía otro joven suicidado de quien he olvidado el nombre; no, nunca fue así, de hecho, estos que perpetraron muerte por mano propia sólo buscaron en la poesía el pretexto para su buena muerte. Morir es una provincia de lo humano, llega como llega, escribirla- o pintarla, o pescarla- es sólo una posdata desganada. “Somos las palabras, somos la música, somos la cosa en sí” decía Virginia Woolf en sus memorias. Seguro que al de Könisberg no le atajaron tan a menudo las palabras mortales.
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