miércoles, 19 de noviembre de 2008
viernes, 14 de noviembre de 2008
PROPEDÉUTICA DEL PEZ
Hay una fotografía de Robert Doisneau, El pescador con la mosca seca, o Pescador de secano, que me fascina desde hace tiempo. En el “quai de la Tournelle”, año 1951, un viejecito elegante y hierático ejecuta con total placidez y perfección uno de los movimientos que conforman uno de los lances característicos de la mosca seca o cola de rata. El anciano, con algo de Améry y Giacometti, tiene los pies dentro de un círculo señalado por una cinta de papel de la que sale a su derecha una línea recta de tiza; sus pies, dentro del círculo, guardan una perfecta correspondencia con el dibujo superior de los brazos, el de la izquierda sujetando con gran delicadeza uno de los ejes del hilo, el otro, el derecho, en ángulo recto atrasado y marcando el giro de muñeca que impulsará la caña hacia delante; el hilo, en la parte superior derecha de la fotografía, se curva en el aire y describe un semicírculo que abandona el marco por arriba. Así, la línea de tiza y la sombra del hombre dibujan otro ángulo recto, mientras la sombra simple del anciano se bifurca al final de la blanca recta en dos sombras paralelas y anónimas que cruzan la raya de tiza. El pescador de mosca seca aparece captado en el momento en que ensaya una de las fases del gesto, combinando en un solo y sencillo movimiento el tiempo corporal que emana de su muñeca, y que luego irá cambiando según la rotación del cuerpo, y la hora solar que le usa como aguja privilegiada en el centro del círculo y a su vez en el centro del paseo; estas dos temporalidades quedan enmarcadas en el bisbiseo a modo de bajo continuo que añade el Sena. De este modo quería Platón que la enseñanza de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música fueran conocimientos preliminares a la filosofía, y así creo yo que ese hombre, su caña, el hilo y la ciudad, al fondo, las tiene Doisneau como previas al conocimiento de su arte: el cruce del tiempo con su sombra.
ALMA MAHLER-WERFEL
Hay un autorretrato de Sofonisba Anguisciola en que la artista de Cremona se pinta de perfil, la nariz alzada y graciosamente recogida en un sencillo pliegue de caracol marino, la sonrisa dispuesta pero bien sujeta en un rictus de seriedad que no deja de tener algo de la ironía que hay en la boca de algunos mármoles antiguos o, más cerca de nosotros, algunas figuras románicas de tímpano o canecillo, los ojos avellanados de alguna jovencita cretense. Pues bien, compárese ahora ese autorretrato con una fotografía de Alma Schindler adolescente, la que aparece en la página 21 del libro “Mi vida”, en la edición de Tusquets, y podremos comprobar el eco bien visible en las facciones de esta joven vienesa, igual que una nota recurrente que se da con la mano izquierda. Esta foto, que podría pertenecer a la época en que Alma se enamora de Gustav Klimt, posee ya intactas las huellas de un pasión infungible y debe confrontarse con ese otro retrato de 1954 en que la ya anciana Alma Mahler-Werfel aparece en su casa de Beverley Hills, sentada en un cómodo sillón y dándonos la espalda en el instante en que lee-y qué sombra de superioridad satisfecha en su lectura-una página musical (quién sabe si de su primer esposo, Gustav, o de su amigo Schöenberg, o quizá es una obra propia que ella contempla con la desgana y la indiferencia que da una ambición exhausta)y tiene los mismos ojos de Gloria Swanson en Sunset Boulevard o los de Marthe Keller en Fedora. Por su casa y por su vida pasaron algunos de los más grandes de la Viena anterior al desmoronamiento del Imperio, ese mundo que Stephan Zweig retrata admirablemente en su libro “El mundo de ayer” y que empieza así: “Yo nací en un país que ya no existe”, más o menos, cito de memoria. Sus nombres: Gustav Mahler, Oskar Kokoschka, Walter Gropius, Franz Werfel, Schöenberg, Webern,Alban Berg, Klimt, Arthur Schnitzler, Karl Kraus, Richard Strauss.Alma fue siempre plenamente consciente de sus dotes, y fue eso lo que la llevó a Mahler, de quién no recibió apenas impulso en su carrera musical.A su muerte, conoció a Gropius y vivió el episodio más doloroso de su existencia, el fallecimiento de su pequeña hija Manón . Tras Gropius vino Franz Werfel, siendo ya Alma una mujer de cincuenta años, y fue éste el último hombre de su vida, porque Kokoschka estuvo siempre ahí, entrando y saliendo. Dice Alma en este libro, Mi vida, que cuando se casó con Mahler, tenía una biblioteca mejor que la suya. Y le escribe Kokoschka en una carta perteneciente a 1949, cuando Alma tenía ya 70 años: “ Mi querida Alma: Sigues siendo una criatura salvaje…” La misma criatura salvaje que posa su cabeza en el hombro de su madre, Anna Schindler, y nos mira como otra Alicia Liddell, risueña y melancólica, desde el otro lado del cuadro.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
miércoles, 5 de noviembre de 2008
domingo, 2 de noviembre de 2008
Supe de Ben Webster en una tienda de discos de Salamanca, la portada “King of the tenors”, el mes noviembre de 1990. Lo recuerdo tan nítidamente como si fuera ahora, ese sonido cálido y lleno de grumos, largo y enfático como el verso de Homero. Tengo el disco delante de mí. Leo las palabras que entonces me impactaron: “Ben Webster is of the timeles school of tenor saxophone.”, escuela atemporal del saxo tenor, eso me sonaba a eternidad y a belleza impoluta, las dos condiciones de verificación del romántico. Le acompañaban en aquel disco nombres que ya casi me sonaban o estaban a punto de, Benny Carter al alto, Harry “el dulce” Edison a la trompeta (y qué maravilloso doble LP acababa yo de conseguir en el rastro de Salamanca junto al río, en uno de esos domingos donde no había nada mejor que ojear vinilos y correr a casa a degustarlos), Oscar Peterson al piano, el gran Peterson (aunque yo siempre fui más Tatum). En fin, compré el disco y no corrí hacia casa como solía, antes me detuve en